Advertencia

Este blog ha sido diseñado para que pueda realizarse una lectura, de un texto de San Bernardo, cada día del año. No obstante, en esta fase se unificarán progresivamente los capítulos para que también puedan leerse como pequeños libros completos. Igualmente se añadirán las cartas de San Bernardo, que nos permitirán hacernos una idea cronológica de en qué época y circunstancias fueron hechos tanto los escritos como los sermones (están en un blog aparte)

lunes, 30 de septiembre de 2013

CARTA SOBRE PEDRO ABELARDO. CARTA A INOCENCIO II

PRIMERA PARTE 

“Al Sumo Pontífice Inocencio, señor y padre amadísimo, el hermano Bernardo, abad de Clairvaux, con toda humildad”.

Es muy conveniente que vuestro ministerio apostólico esté bien informado de los peligros y escándalos que surgen en el reino de Dios, particularmente los que se refieren a la fe. Porque, en mi opinión, el lugar donde mejor se puede remediar los estragos de la fe es allí donde la fe no vacilará jamás. Tal es el privilegio de esa Cátedra.  ¿A quién otro se le ha dicho: “Pedro, yo he pedido por ti, para que no pierdas la fe?”.  Por eso tenemos derecho a esperar del sucesor de Pedro lo que el mismo Señor dice a continuación: “Y tú, cuando te conviertas, afianza a tus hermanos”.  Esto es lo que ahora necesitamos. Ha llegado el  momento, Padre amadísimo, de que seáis responsable de vuestra autoridad, demostréis vuestro celo y hagáis honor a vuestro ministerio. Seréis un digno sucesor de Pedro, cuya Sede ocupáis, si con vuestra exhortación robustecéis la fe de los que dudan y con vuestra autoridad reprimís a quienes intentan corromperla.

   Tenemos en Francia un sabio maestro y novel teólogo, muy versado desde su juventud en el arte de la dialéctica. Y ahora maneja, sin el debido respeto, las Sagradas Escrituras. Está empeñado en dar nuevo impulso a los errores hace tiempo condenados y olvidados, tanto propios como ajenos, y se atreve a inventar otros nuevos.  Se gloría de no ignorar nada de cuanto hay “arriba en el cielo y abajo en la tierra”, excepto su propia ignorancia.

Aún más: su boca se atreve con el cielo y sondea lo profundo de Dios. Viene luego a nosotros y nos comunica palabras arcanas que ningún hombre es capaz de repetir. Está siempre listo para dar explicación de cualquier cosa y arremete con lo que supera la razón, o va contra la razón misma, o contra la fe.  ¿Existe algo más fuera de razón que intentar superar la razón con las solas fuerzas de la razón?  Se pone a explicar aquella sentencia de Salomón: “El que cree a la primera no tiene seso”, y dice: “Creer a la primera es recurrir a la fe antes que a la razón; porque Salomón, en este pasaje, no habla de la fe en Dios, sino de la credulidad humana”.

Sin embargo, el Papa S. Gregorio afirma que la fe en Dios carece de mérito si se apoya en la evidencia de la razón. Y alaba a los Apóstoles, que siguieron al Redentor en cuanto oyeron su llamada. Cita también aquel otro elogio: “Me oyeron y me obedecieron”, y el reproche dirigido a los discípulos por su terquedad en no creer. María es ensalzada porque antepuso la fe a la razón. Zacarías recibe castigo porque intentó aclarar la fe con la razón. Y Abrahán es un modelo para todos, “porque esperó contra toda esperanza”.

  Nuestro teólogo, en cambio, dice: ¿Qué provecho sacamos con exponer la doctrina si no lo hacemos de manera inteligible?  Por eso promete  a sus oyentes hacerles comprender los misterios más sagrados y profundos de la fe.  Y establece grados en la Trinidad, límites en la Majestad y números en la Eternidad.  Declara que Dios  Padre es el poder absoluto, que el Hijo tiene algún poder y que el Espíritu Santo no tiene ningún poder.  La relación del Hijo con el Padre es como la de un poder relativo con el poder absoluto, como la especie con el género, como lo material con la materia, como el hombre con el animal o como un sello de metal con el metal.

¿No es éste peor aún que Arrio?  ¿Se puede tolerar todo esto?  ¿Quién es capaz de escuchar semejantes sacrilegios?  ¿Quién no se horroriza ante tales invenciones?.  Dice también que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, pero que no es de la sustancia del uno ni del otro.  ¿De dónde procede, pues?  ¿De la nada, como todo lo que ha sido creado?  El Apóstol proclama que todo procede de Dios, y lo dice abiertamente: “De Él procede todo”. ¿Tenemos que afirmar que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo exactamente igual que todo lo demás, es decir, que no procede de la esencia divina, sino por vía de creación y, por tanto. que fue creado como todas las demás criaturas?  ¿O encontrará un tercer modo de hacerle proceder del Padre y del Hijo?

Este hombre busca siempre novedades, y, si no las encuentra, las inventa, dando idéntico valor a lo que es como a lo que no es. Dice, por ejemplo: “Si es de la sustancia del Padre, es engendrado, y el Padre tendría dos Hijos”.  Como si todo lo que procede de una sustancia hubiera de ser necesariamente engendrado por aquella sustancia. En ese caso debemos decir que los piojos, las liendres y los humores del cuerpo son hijos de la carne, y que los gusanos que nacen en la madera carcomida no proceden de la sustancia del madero, porque no son hijos suyos. O que la polilla que se alimenta de los paños se engendra en ellos. Y así otras muchas cosas.

 Me admira que un hombre tan sutil y entendido, como él se cree, confiese al Espíritu Santo consustancial al Padre y al Hijo, y niegue que procede de la sustancia de ambos.  A no ser que afirme que son estos dos quienes proceden de aquel, lo cual es absurdo e infame.  Y si no procede de aquellos dos, ni aquéllos de la sustancia de éste, ¿donde está la consustancialidad?  Una de dos : o confiesa con la Iglesia, que el Espíritu Santo tiene la misma sustancia que ellos, de los cuales no niega que proceda ; o, lo mismo que Arrio, niega la consustancialidad y afirma que ha sido creado.  Además, si el Hijo es de la sustancia del Padre y el Espíritu Santo no, existirá una gran diferencia entre ellos. No sólo porque el Espíritu Santo no es engendrado, como el Hijo, sino también porque el Hijo es de la sustancia del Padre y el Espíritu Santo no lo es.

La Iglesia Católica nunca ha aceptado esta diferencia. Porque, si la admitimos, ¿qué sería de la Trinidad y de la Unidad?  Si el Hijo y el Espíritu Santo tienen entre sí muchas diferencias, desaparece la unidad. Particularmente si existen diferencias sustanciales, como éste pretende enseñar. Si el Espíritu Santo no es de la sustancia del Padre y del Hijo, en vez de Trinidad tendríamos Dualidad. Y no es digno admitir en la Trinidad una persona que no tiene nada en común, en su sustancia, con las otras. No insista, pues, en separar la procesión del Espíritu Santo de la sustancia del Padre y del Hijo si no quiere cometer la doble maldad de reducir la Trinidad y añadir algo a la Unidad.

La fe católica rechaza ambas cosas. Y, para que conste que, en asunto tan importante, no me apoyo sólo en razones humanas, lea la carta de Jerónimo a Avito, y entre otros errores que refuta de Orígenes, verá también este detestable cómo condena que el Espíritu Santo no es consustancial al Padre. El bienaventurado Atanasio, por su parte, se expresa así en su libro “De la Trinidad Unida” : “Cuando hablo de un solo Dios, no me refiero únicamente a la persona del Padre, porque nunca he negado que el Hijo y el Espíritu Santo sean de la misma y única sustancia del Padre”.  Así habla Atanasio.

  Ya ve vuestra Santidad cómo este polemista, por no decir alocado, destruye la Trinidad, divide la Unidad y ofende a la Majestad. No intentamos ahora definir qué es Dios; nos basta saber que es lo más grande que se puede pensar.  Según esto, si al considerar las personas de esta única y soberana majestad admitimos la más mínima imperfección, y añadimos a una lo que quitamos a otra, el conjunto es menor de cuanto se pueda pensar. Porque es mayor lo que es máximo en todo, que aquello que sólo lo es en algún aspecto.

Pensaremos dignamente de la grandeza divina, en la medida de lo posible, si no admitimos disparidad alguna allí donde todo es sumamente grande; ni división, donde todo es íntegro; ni  desunión, donde todo está entero; ni perfección, donde todo es todo . El Padre es todo lo que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; el Hijo es todo lo que es el Padre y el Espíritu Santo; y el Espíritu Santo es todo lo que es el Padre y el Hijo.  Y este todo es un solo todo, ni mayor en los tres, ni menor en cada uno de ellos. El bien sumo y verdadero que son ellos no se lo dividen entre sí, porque no lo poseen por participación, sino que son ese bien por esencia.  Y cuando se dice que uno procede de otro, nos referimos a la distinción de las personas, no a la división de la esencia.

La sana doctrina católica permite hablar de uno y otro, en esta esencia inefable e incomprensible de la Divinidad, para distinguir las propiedades personales. Pero no se nos permite hablar de unas cosas y de otras, sino de una sola y única realidad. La confesión de la Trinidad no debe atentar contra la Unidad, ni la aceptación de la Unidad debe excluir las propiedades personales.  Lejos, pues, de nosotros, como lo están de la verdad, esas pobres semejanzas o desemejanzas de género y especie, del metal y el sello hecho con él.  Porque la relación que existe entre género y especie es de superior a inferior, y Dios es único.

Por eso no se puede comparar tanta igualdad con semejante desigualdad. Lo mismo cabe decir del metal y de esa parte del metal que es el sello ; la comparación es la misma y merece un juicio idéntico.  Como la especie es inferior al género, no podemos aplicar esta diferencia al Padre y al Hijo. Ni podemos admitir que este hombre diga que la relación del Hijo al Padre es como la de la especie al género, la del hombre al animal, la del sello al metal o la de un poder al poder absoluto. Todas estas cosas, por su misma naturaleza, se subordinan unas a otras. Y es imposible compararlas con aquella otra realidad que no admite desigualdad ni diferencia alguna. Advertid cuánta ignorancia e irreverencia manifiesta al inventar tales comparaciones.

I  Fíjese, con más atención, cómo piensa, enseña y escribe. Dice que el poder pertenece, de manera propia y especial, al Padre, y la sabiduría, al Hijo.  Lo cual es falso. Porque también el Padre es la sabiduría, y el Hijo el poder. Y lo que es común a ambos no es propiedad exclusiva de ninguno. Muy distintos son aquellos otros vocablos que no se refieren a los dos, sino a uno de los dos, en cuyo caso cada uno tiene el suyo y no es común con el del otro.  Y, así, el que es Padre no es Hijo, y el que es Hijo no es Padre. Porque al Padre le llamamos Padre no por sí mismo, sino en relación al Hijo. Y lo mismo decimos del Hijo: no es Hijo por sí mismo sino por relación al Padre. Pero el poder, la sabiduría y otros muchos atributos no les pertenecen en cuanto que son Padre o Hijo, ni por sus mutuas relaciones.

Éste, en cambio, dice: “No; a la persona del Padre le pertenece, de manera propia y especial, la omnipotencia; no sólo porque puede hacer todo con las otras dos personas, sino porque es el único cuya existencia procede de sí mismo, y no de algún otro.  Y, como tiene el ser por sí mismo, también tiene por sí mismo el poder”.

!Oh nuevo Aristóteles!  Según este argumento, la sabiduría y la bondad también le pertenecen de manera propia al Padre, porque el saber y ser bondadoso, lo mismo que el ser y el poder, lo tiene de sí mismo y no de otro.  Si me concede esto, y es evidente, ¿qué va a hacer con aquel maravilloso reparto en que asignaba al Padre el poder, al Hijo la sabiduría y al Espíritu Santo la bondad, y esto de manera propia y especial?  Una misma y única cosa no puede pertenecer exclusivamente a dos personas y ser propia de cada una de ellas.  Que escoja lo que quiera : otorgue al Hijo la sabiduría y se la quite al Padre ; o que se la dé al Padre y se la niegue al Hijo. Y que haga lo mismo con la bondad: atribúyasela al Espíritu Santo y no al Padre, o al Padre y no al Espíritu Santo. O cese en su empeño de convertir en nombres propios los que son comunes.  Y al Padre, por el hecho de tener de sí mismo el poder, no se lo asigne como propiedad exclusiva ; de este modo no se verá obligado a atribuirle también la bondad y la sabiduría como propiedades personales, porque también las posee por sí mismo.

 Pero demos un paso más y veamos qué teorías tiene nuestro teólogo sobre los misterios de Dios. Dice, como he indicado, que el poder pertenece al Padre y que la perfección y plenitud de ese poder consiste en gobernar y discernir. Al Hijo le atribuye la sabiduría, y explica que esa sabiduría no es el poder, sino un cierto poder de Dios, es decir, el poder de discernir.  Tal vez teme hacer una injuria al Padre si atribuye al Hijo lo mismo que a Él, y como no se atreve a concederle todo el poder, le otorga la mitad.

Y lo explica con unos ejemplos: la capacidad de discernir, que es el Hijo, es un poder, lo mismo que el hombre es un animal o el sello de metal es metal. El poder de discernir, es decir, el Hijo, está relacionado con el poder de discernir y gobernar, que es el Padre, como el hombre con el animal o el sello con el metal. Escuchad sus palabras: “El sello de metal tiene que ser de metal y el hombre tiene que ser animal, y no al contrario. Lo mismo la sabiduría divina, que es poder de discernir, exige que sea un poder divino, y no al contrario”. 

!Qué dices!  Según tu comparación, y las otras anteriores, ¿por el hecho de ser Hijo también es Padre, es decir, que quien es Hijo es también Padre, aunque no al contrario?  Si afirmas esto, eres un hereje, y si no lo afirmas, huelga la comparación.

  ¿Cómo buscas esas comparaciones tan complicadas y usas realidades tan ajenas y desproporcionadas?  ¿Por qué insistes tanto, y las expones con tantas palabras inútiles?  ¿Por qué las ponderas así, si no sirven para lo que pretendes, esto es, para que unos miembros de la comparación iluminen adecuadamente a los otros?  Tu empeño y tu propósito es darnos a conocer, por medio de esta comparación, las relaciones entre el padre y el Hijo.

A tu juicio, quien dice hombre supone que es animal, y no viceversa. Según las normas de tu dialéctica, la especie presupone el género, pero el género no presupone la especie. Si comparas al Padre con el género y al Hijo con la especie, al admitir al Hijo debes admitir necesariamente al Padre, por la lógica de la semejanza. Pero no al revés. Si todo hombre es necesariamente animal, y no al contrario, el Hijo será necesariamente Padre, aunque no al revés.

Esto no te lo admite la fe católica, que rechaza ambas proposiciones ; ni el Padre es Hijo, ni el Hijo es Padre. El Padre es uno, y el Hijo es otro, aunque ambos sean una misma cosa.  Con las expresiones “uno” y “otra cosa”, la fe auténtica distingue las propiedades personales y la unidad de la esencia.  Así camina por la senda real del término medio, sin desviarse a la derecha confundiendo las personas, ni a la izquierda dividiendo la sustancia.  Y si, por el mero hecho de existir, deduces que al existir el Hijo necesariamente existe el Padre, esto no dice nada en tu favor. La naturaleza de la relación exige que sea recíproca, y que la misma verdad se encuentre en ambas proposiciones.

Esto no sucede en la comparación que tú pones de género y especie, o del sello de metal y el metal.  Por el simple hecho de existir se deduce clarísimamente que “si existe el Padre existe el Hijo, y si existe el Hijo existe el Padre”.   Pero no podemos sacar la misma consecuencia recíproca entre el hombre y el animal, o entre el sello de metal y el metal.  Es cierto que “si hay un hombre hay un animal; pero no es verdadera la proposición “si hay un animal hay un hombre”.  Y, del mismo modo, donde hay un sello de metal hay un metal.

 Ya sabemos que, según nuestro teólogo, en el Padre está la omnipotencia, y cierto poder en el Hijo.  ¿Qué piensa del Espíritu Santo?  “La bondad, dice, que designamos con el nombre del Espíritu Santo no es en Dios ni poder ni sabiduría”.  “Yo veía a Satanás caer de lo alto como un rayo”.  Así debería caer el que pretende grandezas que superan su capacidad. Vea, Santo Padre, qué escalones o qué precipicios se ha preparado este hombre para su propia ruina : la omnipotencia, media potencia y ninguna potencia.

Con sólo oírlo me horrorizo, y este horror es el mejor argumento para refutarle. Sin embargo, supero la turbación y aduzco un testimonio bíblico para rebatir la injuria al Espíritu Santo.  En Isaías leo : “Espíritu de sabiduría, espíritu de fortaleza”.  Bastan esas palabras, no para reprimir su audacia, sino para confundirla.  !Oh lengua jactanciosa!  Tal vez se te pueda perdonar la ofensa que infieres al Padre y al Hijo ; mas la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable.  “El ángel de Dios aguarda con la espada para dividirte por medio”.  ¿Cómo te atreves a decir que “el Espíritu Santo no posee el poder ni la sabiduría de Dios? Así se despeña el orgulloso cuando avanza demasiado.

  Nada tiene de extraño que un hombre que no piensa lo que dice se adentre en los misterios de Dios y destroce sacrílegamente los tesoros más sagrados de la Religión.   La misma fe y religión no le inspiran ningún sentimiento de respeto y reverencia.  En el umbral mismo de su teología, por no decir “estultología”, dice que la fe es una opinión.  !Cómo si cada uno pudiera pensar y hablar de ella a su gusto, o los misterios de nuestra fe dependieran de las opiniones inciertas y distintas de los hombres y no descansaran en la certeza de la verdad!

Si fluctúa la fe, ¿dónde se apoya nuestra esperanza?  Nuestros mártires serían unos necios, que han sufrido tanto apoyándose en promesas inciertas y han aceptado un largo y cruel destierro a cambio de un premio mal asegurado. Dios nos libre de admitir la menor duda en nuestra fe o esperanza, como éste enseña.  Todo se apoya en la verdad sólida e inmutable, tiene la garantía de los milagros y oráculos divinos, y recibe su firmeza y santidad del parto de la Virgen, de la sangre del Redentor y de la gloria del Resucitado.  “Estos testimonios merecen plena confianza”. Además, “ese mismo Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios”.

¿Es posible que alguien se atreva a concebir la fe como una opinión, a no ser que no haya recibido aún este Espíritu, desconozca el Evangelio y tome todo por un cuento?  “Yo sé en quién creo, y estoy muy seguro”, dice el Apóstol.  ¿Y tú me susurras “que la fe es una opinión”?  ¿Intentas ponerme en duda la realidad más cierta del mundo?  Agustín piensa de muy otra manera: “La fe no es una conjetura ni una opinión que brota del corazón, sino un conocimiento muy cierto que se apoya en el testimonio de la conciencia”.   Es imposible que la  fe cristiana tenga unos horizontes tan mezquinos.  Dejemos estas opiniones para los filósofos, cuya norma es dudar de todo y no saber nada. Yo hago mío, con plena confianza, el pensamiento del Doctor de las gentes, y estoy convencido de no engañarme.

!Cuánto me agrada su definición de la fe, aunque no sea del gusto de este teólogo!  “La fe es anticipo de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven”.  Dice que es “anticipo de lo que se espera”, y no un fantástico tejido de conjeturas.  Ya lo oyes: es algo sustancial. Por tanto, no puedes opinar o discutir a tu capricho, ni dejarte llevar de aquí para allá, en alas de tu parecer o por los caminos del error.  La palabra “sustancia” indica una cosa cierta e inmutable; algo encerrado en unos límites claros y bien definidos. La fe no es una opinión, sino una certeza.

  Fijaos bien en esto otro. Omito aquello que dice que Jesús no tuvo el espíritu del temor del Señor ; que en el cielo no existe el temor puro del Señor ; que, después de la consagración del pan y del vino, los accidentes permanecen en el  aire ; que los demonios usan hierbas y piedras para producir en nosotros diversas sugestiones, porque con su refinada malicia conocen las propiedades de cada cosa para excitar e incitar al pecado , que el Espíritu Santo es el alma del mundo ; que el mundo, según dice Platón, es un animal muy noble, porque tiene un alma muy excelente, el Espíritu Santo. Se empeña en cristianizar a Platón, y lo que hace es volverse él un pagano. Dejo todas estas cosas a un lado y me limito a las más importantes, y no con la intención de responder a todas, pues necesitaría escribir gruesos volúmenes. Hablaré de lo que no puedo callar.

  Este hombre temerario, cuyo afán es escudriñar los arcanos de la majestad divina, trata del misterio de nuestra redención.  Lo hace, sobre todo, en un libro de las Sentencias y en una explicación de la Carta a los Romanos.  Y en las primeras líneas afirma que todos los doctores de la Iglesia piensan lo mismo. Él lo expone y lo desprecia, orgulloso de poseer otra interpretación mucho mejor, sin tener en cuenta el mandato del sabio: “No remuevas los linderos antiguos que colocaron nuestros Padres”.  “Tengamos en cuenta, dice, que todos nuestros doctores, inspirados en los Apóstoles, coinciden en esto: el diablo tenía dominio y potestad sobre el hombre, y era dueño legítimo, porque con la libertad de albedrío consintió libremente a las sugestiones diabólicas. Y la razón que dan es ésta: el que es vencido por otro se hace esclavo del vencedor. Por eso, afirman los doctores, fue necesario que se encarnara el Hijo de Dios, para que el hombre, que no podía liberarse a sí mismo, recuperara la libertad por la muerte del inocente.  Pero yo creo que ni el diablo tuvo jamás derecho alguno sobre el hombre, excepto el que el Señor le concedió al hacerle su carcelero, ni el Hijo de Dios se encarnó para devolver al hombre la libertad”.

¿Qué es lo más intolerable de estas palabras: la blasfemia o la arrogancia?  ¿Qué es más digno de castigo: su temeridad o su irreverencia?  ¿No sería mejor cerrar esa boca a fuerza de golpes  que con razones?   ¿No es lógico que se levanten todos contra quien a todos insulta?   ¿Qué teoría tan extraordinaria nos traes?  ¿Has encontrado algo más sutil?  ¿Has tenido una revelación especial, desconocida de los santos y de los sabios?   Me parece que nos ofreces agua robada y panes escondidos.

1 Pero dinos, dinos, por favor, eso que sólo tú conoces.  ¿Con que el Hijo de Dios no se hizo hombre para librar al hombre?  Ciertamente, esto sólo se te ha ocurrido a tí. Y tú sabrás en qué te apoyas para afirmarlo. Porque no lo has recibido del sabio, ni del profeta, ni del Apóstol, ni menos aún del mismo Señor. El Doctor de los gentiles recibió del Señor lo que nos ha transmitido. El Maestro por excelencia afirma que su doctrina no es suya: “las cosas que yo os digo no las digo como mías”.  Tú, en cambio, nos transmites algo que es tuyo, propio, y que no aprendiste de nadie. El que dice mentiras las saca de su interior.


Quédate, pues, con lo tuyo. Yo prefiero escuchar a los profetas y Apóstoles, y obedecer al Evangelio; pero no a este evangelio de Pedro Abelardo.   ¿Vas a inventar un nuevo evangelio?  La Iglesia no admite un quinto evangelista. La ley, los profetas, los Apóstoles y varones apostólicos, todos a una nos enseñan lo que tú eres al único en negar: que Dios se hizo hombre para liberar al hombre. Aunque viniera un ángel y nos dijera lo contrario !fuera con Él!


SEGUNDA PARTE
Tú no aceptas la doctrina de los doctores que han enseñado después de los Apóstoles, porque eres más docto que todos tus maestros. Ni te sonroja afirmar que todos tienen una misma opinión y se oponen a la tuya. Es inútil que te recuerde su fe y su enseñanza, pues las rechazas de antemano.  Prefiero citar a los profetas. El Señor, por labios de un profeta habla a Jerusalén, como tipo del pueblo rescatado, y le dice: “No temas, yo te salvaré y te libraré”  ¿De qué poder?  Tú no quieres que el demonio tenga o haya tenido poder sobre el hombre. Tampoco yo. Pero, aunque tú y yo no lo queremos, no por eso deja de tenerlo. Y, si tú no confiesas ni reconoces esto, lo aceptan y proclaman “los redimidos por el Señor, los que Él rescató de la mano del enemigo”. Y, si tú no estuvieras bajo el poder del demonio, tampoco lo negarías.  Si no has sido rescatado, no puedes dar gracias con los redimidos. Pues, si te supieras redimido, reconocerías al Redentor y no negarías la redención. Quien no se siente cautivo no busca a su redentor. En cambio, los que sienten “gritaron al Señor, y Él los escuchó y los arrancó del enemigo”.
Advierte quién es este enemigo: “Los rescató de la mano del enemigo, los reunió de todos los países”.  Pero antes fíjate en el que los reúne, Jesús, de quien profetiza Caifás en el Evangelio que debe morir por su nación. Y el evangelista añade: “Y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos”.  ¿Por dónde estaban dispersos?  Por todo el mundo. Así pues, “a los que rescató los reunió de todos los países”.  Y no los puede reunir si antes no los rescata. Porque estaban dispersos y cautivos, los rescató y los reunió. “Los rescató de la mano del enemigo”. El enemigo es uno solo, y los países son muchos. No los reunió de un solo país, sino “de todos los países, norte, sur, oriente y occidente”.
¿Quién es este príncipe tan poderoso que no dominó solamente a una nación, sino a todas?  Aquel, sin duda, de quien otro profeta dice que absorbe sin intimidarse todas las aguas del río, esto es, del género humano.  Y confía que el Jordán, es decir, los elegidos, vendrán a parar a su boca. Dichosos los que son tragados y expulsados, los que entran y vuelven a salir.
Es posible que no creas tampoco a los profetas, que tan abiertamente pregonan el dominio del demonio sobre el hombre.  Vayamos a los Apóstoles. Tú dices que no estás de acuerdo con los sucesores de los Apóstoles. Eso quiere decir que aceptas las palabras de un Apóstol si te dice algo sobre el particular. Escucha: “puede que Dios les conceda enmendarse y comprender la verdad; entonces recapacitarán y se zafarán del lazo del diablo, que ahora los tiene cogidos y sumisos a su voluntad”.  Aquí tenemos a Pablo, diciéndonos que los hombres están cautivos del diablo y sometidos a su voluntad”.  Si están sometidos a su voluntad, imposible negarle que tiene poder sobre ellos. Y, si tampoco crees a San Pablo, acudamos al mismo Señor, para que le oigas y quedes tranquilo.
Como sabemos, llama al diablo “jefe de este mundo, fuerte armado, y amo de los enseres de la casa”.  ¿No quiere decir con esto que tiene poder sobre los hombres?  ¿No crees que la palabra “casa” significa el mundo, y los “enseres” los hombres?  Si el mundo es la casa del diablo y los hombres sus enseres, es indudable que tiene poder sobre los hombres.   El Señor dijo a los que le prendían: “Ésta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas”. Este poder lo conocía muy bien el que dijo: ”Él nos sacó del dominio de las tinieblas para trasladarnos al Reino brillante de su Hijo”.  El Señor confesó que el diablo tenía poder sobre él, lo mismo que Pilato, que era su instrumento: “No tendrías  autoridad alguna para actuar contra mí si no te fuera dada de arriba”. Si este poder se ha ejercido con tanto rigor contra el leño verde, con más libertad habrá actuado en el seco.
Por lo demás, no creo que nuestro autor piense que es injusto este poder que viene de Dios. Reconozca que el diablo tiene poder, y un poder justo sobre los hombres. Y así comprenderá que el Hijo de Dios se encarnó para librar a los hombres.  El poder del diablo es justo, no así su voluntad. No fue justo el diablo al usurpar el poder, ni el hombre que dio motivo para ello, sino que el Señor lo permitió. Es la voluntad, no el poder, lo que hace a un hombre justo o injusto. Por eso, este derecho del diablo sobre el hombre no lo posee en justicia, sino que lo usurpó injustamente; pero ha sido muy justamente permitido. El hombre quedó cautivo con todo derecho, pero la justicia no reside en el hombre ni en el diablo, sino en Dios.
 Tenemos, pues, al hombre reducido justamente a servidumbre y misericordiosamente librado. Tan inmensa  es esta misericordia, que no falta la justicia en esta obra de liberación. Tan misericordioso fue el libertador, que utilizó los medios más oportunos y no se enfrentó al invasor armado de poder, sino de justicia.  ¿Podía hacer algo el hombre, esclavo del pecado y cautivo del demonio, para recuperar la justicia perdida? Carecía de la suya propia, pero se le aplicó la ajena. Sucedió así: vino el príncipe de este mundo y no encontró nada suyo en el Salvador. Pero puso sus manos en el inocente, y por eso perdió, con toda justicia, a los que tenía bajo su dominio. El que no tenía deuda alguna con la muerte aceptó la injuria de morir, y en justicia libró a los que estaban condenados a la muerte y al poder del demonio.
¿Con qué justicia puede exigirse esto de nuevo al hombre?  Si el hombre era el deudor, el hombre pagó la deuda. Porque, “si uno murió por todos, todos han muerto”. La satisfacción de uno se aplica a todos, porque uno cargó con los pecados de todos. No cabe afirmar que uno delinquió y otro reparó el pecado, porque la cabeza y el cuerpo son uno solo y único Cristo.  La cabeza ha satisfecho por los miembros, Cristo, por sus propias entrañas. Así lo proclama el Evangelio de Pablo, que desmiente a Pedro Abelardo:  “murió por nosotros, nos dio vida con él, perdonando todos nuestros delitos, cancelando el recibo que nos pasaban los preceptos de la Ley ; éste nos era contrario, pero Dios lo quitó de en medio clavándolo en la cruz y destituyendo a las soberanías y autoridades”.
 ¡Dios quiera que yo sea parte de ese botín arrebatado a los enemigos y pase a ser propiedad del Señor!  Si me persigue Labán y me reprocha que le he abandonado secretamente, sepa que fui a él a escondidas, y a escondidas lo dejé.  Un pecado oculto se sometió a él, y una justicia más misteriosa aún me libró.  Si pude ser vendido gratuitamente, ¿no podré ser rescatado también gratuitamente?  Si Asur me tiranizaba injustamente, es inútil que pida explicaciones de mi huida. Si me dice: “tu padre te esclavizó”, yo le responderé: “y mi hermano me rescató”. Si se me imputa el delito de otro, ¿por qué no puedo compartir la justicia de otro? Uno me hizo pecador y otro me libra del pecado; el primero por generación y el segundo por la sangre. Si se comunica el pecado por nacer de un pecador, mucho más la justicia por la sangre de Cristo.
Tal vez me diga: “La justicia sea para quien le pertenece, ¿qué parte tienes tú en ella?  De acuerdo. Y la culpa sea del que la cometió: ¿qué tiene que ver conmigo?  “Sobre el justo recaerá la justicia, sobre el malvado recaerá la maldad”. No está bien que el hijo cargue con la maldad de su padre y no comparta la justicia de su hermano. Por tanto: “por un hombre vino la muerte”, y por otro hombre la vida.  “Lo mismo que todos mueren por Adán, así todos recibirán la vida por Cristo”.  Tan solidario soy de éste como de aquél. De aquél, por la carne, y de éste, por la fe. Si aquél me infectó con su concupiscencia original, también se ha derramado sobre mí la gracia de Cristo.  ¿Qué queda ya en mí del pecador?  Si se me aduce la generación, presento mi regeneración, con la diferencia de que una es espiritual, y la otra, carnal. La equidad no consiente comparación alguna entre ellas, porque el espíritu es superior a la carne; cuanto mejor es la naturaleza, más valiosas son sus obras. Las ventajas del segundo nacimiento superan con creces a los males del primero.
Es verdad que me alcanzó el pecado, pero también me alcanzó la gracia. “Y no hay proporción entre el delito y la gracia que se otorga; pues el proceso, a partir de un solo delito, acabó en sentencia condenatoria; mientras la gracia, a partir de una multitud de delitos, acabó en amnistía”.  El pecado procede del primer hombre, y la gracia “desciende del cielo”. Ambas cosas nos vienen de nuestros padres: el pecado, del primer padre; y la gracia, del Padre celestial. Si el nacimiento terreno pudo perderme, con mayor razón me conservará el celestial.
No temo que me rechace el Padre de los astros después de haber sido arrancado del dominio de las tinieblas y gratuitamente justificado en la sangre de su Hijo. “Si Dios perdona, ¿quién se atreverá a condenar?”  El que se compadece del pecador nunca condenará al justo. Me llamo justo, pero con justicia. ¿Qué justicia es ésta? “El fin de la ley es el Mesías y con esto rehabilita a todo el que cree”. Además: “Fue constituido por Dios Padre como fuente de nuestra justicia”.  La justicia que ha sido hecha por mí, ¿no va a ser mía?  Si participo en el pecado ajeno, ¿por qué no en la justicia que otro me concede?  Yo estoy mucho más satisfecho por habérseme dado que si fuera connatural en mí.  “Esto sería motivo de complacencia, pero no ante Dios”.  Lo otro, en cambio, que realiza eficazmente mi salvación, me impulsa a complacerme exclusivamente en el Señor.  “Aunque fuera justo, dice la Escritura, no levantaría la cabeza”, no sea que me digan: “¿Qué tienes que no hayas recibido?  Y si de hecho lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado?”.
 Ésta es la justicia que recibe el hombre por la sangre del Redentor. Pero este hombre engreído y burlón está empeñado en destrozarlo todo. Y enseña que si el Señor de la gloria “se anonadó”, se hizo inferior a los ángeles, nació de una mujer, vivió en este mundo, experimentó la enfermedad, padeció horribles tormentos y murió en una cruz antes de volver a su casa, lo hizo únicamente para dar a los hombres un ejemplo de vida con sus palabras y sus obras, e indicarles, con su pasión y muerte, la grandeza de su amor. Enseñó la justicia, pero no la dio.  Mostró su amor, pero no lo infundió.  ¿Y así volvió a su casa?  ¿En qué consiste “ese gran misterio que veneramos, en el que se manifestó como hombre, fue justificado por el Espíritu, contemplado por los ángeles, proclamado entre los paganos, creído en el mundo y elevado a la gloria?”
!Oh doctor incomparable, que comprende los arcanos de Dios y hace fácil y accesible a todos los más grandes misterios y el secreto escondido desde el origen de las edades!   Con sus falacias, todo lo hace tan asequible y evidente, que cualquiera puede comprenderlo, hasta los profanos y pecadores.  !Cómo si la sabiduría divina no pudiera ocultar, o hubiera olvidado lo que ella misma prohibió, y diera lo sagrado a los perros, y las perlas a los cerdos!  No, no es eso.  “Se manifestó como hombre, pero lo rehabilitó el espíritu”, para que sólo los hombres de espíritu alcancen las realidades espirituales, y el hombre, por su sola naturaleza, sea incapaz de percibir el Espíritu de Dios, y nuestra fe no se apoye en la elocuencia de las palabras, sino en el poder de Dios. Por eso ha dicho el Salvador: “Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla”. Y el Apóstol añade: “Si la buena noticia que anunciamos sigue velada, es para los que se pierden”.
Fijaos, os ruego, cómo se mofa este hombre de todo cuanto procede del Espíritu de Dios, porque le parece necedad ; cómo insulta al Apóstol, que proclama el misterio de la sabiduría de Dios ; cómo impugna el Evangelio, y cómo blasfema contra el Señor. Sería mucho más sensato que creyera humildemente lo que es incapaz de comprender y no se atreviera a hablar y a escarnecer un misterio tan sagrado. Es imposible discutir todas las insensateces y calumnias que acumula contra los designios de Dios. Citaré algunas, a título de ejemplo: “Puesto que Cristo rescató sólo a los elegidos, dice él, ¿cómo es que el diablo ejercía mayor imperio que ahora sobre ellos, en esta vida y en la futura?”  Nuestra respuesta es que, precisamente porque los elegidos estaban bajo el poder del maligno y, como dice el Apóstol, “los tenía sumisos a su voluntad”, fue necesario un libertador para que se realizara en ellos el designio de Dios.  Y para que disfrutaran de libertad en la otra vida era preciso concedérsela en la actual.
Después añade: “¿Atormentaba el demonio al pobre que descansaba en el seno de Abrahán como lo hacía con el rico que estaba condenado?  ¿Tenía algún poder incluso sobre Abrahán y los elegidos?”  No.  Pero lo habría tenido si no hubieran adquirido la libertad creyendo en el que había de venir, como se dice del mismo Abrahán: “Abrahán creyó al Señor y quedó justificado”. “Abrahán gozaba esperando ver este día, ¡y cuanto se alegró al verlo!”  En consecuencia, la sangre de Cristo caía ya como rocío sobre Lázaro, y le libraba del ardor de las llamas, porque creía en el que iba a morir.
Y lo mismo debemos pensar de los elegidos de aquella época. Todos nacieron, como nosotros, bajo el dominio de las tinieblas por el pecado original; pero, antes de morir, fueron liberados por la sangre de Cristo.  Lo dice la Escritura: “Los grupos que iban delante y detrás gritaban: ¡Viva el Hijo de David!  ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!  Así pues, la muchedumbre de los elegidos aclamó a Cristo antes de hacerse hombre, y cuando vivió como hombre.  Los que vivieron antes que Él no alcanzaron una bendición plena y colmada, porque esta prerrogativa estaba reservada para el tiempo de la gracia. 


martes, 10 de septiembre de 2013

CARTA A ANDRES DE MONTBARD



La carta que me enviaste hace poco la recibí en el lecho de la enfermedad. La acogí con las manos abiertas, la leí con gozo y la volví a leer con alegría; pero me habría regocijado mucho más viéndote a ti. En ella he leído el deseo que tienes de verme, y también tu miedo ante el peligro en que se halla la tierra honrada con la presencia del Señor, y la ciudad consagrada con su sangre. ¡Ay de nuestros príncipe! No han actuado bien en la tierra del Señor, y al volver rápidamente a su patria no cesan de practicar el mal ni les duele el desastre de José. Son muy fuertes para hacer el mal e incapaces de realizar el bien. Confiamos, sin embargo, que el Señor no rechazará a su pueblo ni abandonará su heredad. La diestra del Señor hará proezas y desplegará su poder para hacer saber a todos que es mejor confiar en el Señor que fiarse de los jefes.
Haces muy bien en compararte a la hormiga. ¿Qué otra cosas somos los hombres y los habitantes del orbe sino unas hormigas que nos agotamos en fruslerías y vanidades? ¿Qué fruto saca el hombre de todas las fatigas que le agotan bajo el sol? Elevémonos, por tanto, sobre el sol y vivamos en el cielos, anticipándonos ya con la mente adonde iremos también con el cuerpo. Allí, querido Andrés, allí están los frutos de tu trabajo, allí tu recompensa. Luchas bajo el sol, pero lo haces por aquel que reina encima del sol. Luchemos aquí y esperemos allí el premio. La soldada de nuestra milicia no es de la tierra, no es de aquí abajo: es inmensa, supera todas las perlas del mundo. Bajo el sol reina la escasez, y más arriba del sol la abundancia. Nos darán una medida generosa, colmada, remecida y rebosante.
Deseas verme y dices que depende de mi decisión el que se cumpla tu deseo. Añades que sólo esperas mi mandato. ¿Qué quieres que te diga? Deseo que vengas y temo tu venida. Ante la perplejidad de querer y no querer, las dos cosas tiran de mí y no sé que elegir. Por una parte quiero satisfacer tu deseo y también el mío; y por otro lado puede más el gran prestigio que ahí tienes y el hecho de ser considerado tan necesario en esa tierra, que tu ausencia, según se dice, traería grandes peligros. Así pues, como no puedo mandarte nada, opto por verte antes de morir. Tú puedes ver y juzgar mejor cómo venir sin causar escándalo a ese pueblo. Y tal vez tu venida no será completamente inútil. Es posible que, con la ayuda de Dios, habría algunas personas que te acompañarían a socorrer a la Iglesia de Dios cuando regesaras de nuevo allá, porque eres muy conocido y estimado aquí. Dios puede hacer que digas lo mismo que el santo patriarca Jacob: Con mi bastón pasé este Jordán y ahora llevo dos caravanas.
En una palabras: si vas a venir, no tardes, no sea que al llegar ya no me encuentres. Me estoy consumiendo y creo que no permaneceré mucho tiempo en este mundo. ¿Quién me regalará, al menor por un momento, el consuelo de tu amable y dulce presencia, en la voluntad de Dios, antes de partir? He escrito a la reina, como me pedías, y me alegra el buen testimonio que me das de ella. Saluda de mi parte, en el Señor, al Maestre y a todos vuestros hermanos del Templo y a los del Hospital. Me encomiendo a las oraciones de los cautivos y de los hombres piadosos, y cuando te sea posible salúdalos de mi parte en el Señor. Represéntame ante ellos. Saludo también con gran afecto y respeto a nuestro Gerardo, que vivió hace tiempo con nosotros y ahora, según me dicen, ha sido elegido obispo.

CARTA AL CARDENAL HAYMERICO


Al ilustre varón Haymerico de la Santa Iglesia Romana Cardenal y Canciller

Hasta cuándo ha de durar aquella sentencia: todos aquellos que quieren en Cristo piadosamente vivir padecen persecución. Hasta cuándo el azote de los pecadores ha de ser descargado sobre el gremio de los justos? . ¿Quién dará su valor y ayuda para que los justos se mantengan constantes y valerosos contra los que los traen angustiados y afligidos? ¿Quién podrá tolerar tanta discordia como la que se advierte entre el cielo y la tierra? Pues alegrándose los ángeles en el cielo con el mando y dominio de los malos, los hijos de Adán viven deshechos y consumidos. Como si no hubiera padecido Jesús pudiendo paz con su sangre entre los que están en la tierra y en el cielo, o no hubiera Dios con Cristo reconciliando así todo el mundo.

En tiempos pasados, alabado era el arzobispo cuando daba cumplimiento a sus deseos y cuando así en la vida secular como en el hábito era bendito. Pero ahora debajo de las mantillas de la infancia de Jesús es buscada la simonía. Y entre las virtudes que nacen, la curiosidad maliciosa desentierra los cadáveres de los vicios ya muertos. Atended, que ahora está Jesús como defensor del sujeto a quienes os oponéis. Por el mismo, pues, os ruego y suplico, porque tiene de verdad prendas para que lo reverenciéis y razones para que lo complazcáis. Defended ahora al arzobispo, al cual alguna vez veréis favorecido con vuestros comentarios.  

(nota: La simonía es, en el cristianismo , la compra o venta de lo espiritual por medio de bienes materiales. Incluye cargos eclesiásticos, sacramentos, reliquias ...)

De Bernardo, abad de Claraval, a Hildegard 

"A la amada en Cristo, la hija Hildegard, el hermano Bernardo, llamado abad de Clairvaux, si algo puede la oración de un pecador.
Aunque pareces sentir nuestra exigüidad de un modo muy diferente al que nos dice nuestra propia conciencia, consideramos que eso sólo lo debemos imputar a tu humildad. De ningún modo he pasado por alto responder a tu carta de caridad, aunque la cantidad de obligaciones me fuerza a hacerlo con mayor brevedad de la que quisiera.
Nos alegramos por la gracia de Dios que hay en ti. En lo que a nosotros respecta te exhortamos y conjuramos a que te afanes en responder a la gracia que tienes con toda humildad y devoción, sabiendo que Dios resiste a los soberbios y otorga su gracia a los humildes. Por lo demás, ¿qué podemos aconsejar o enseñar donde hay un conocimiento interior y una unción que todo lo enseña? Más bien te rogamos y pedimos humildemente que nos tengas junto a Dios en la memoria y también a aquellos que están unidos a nosotros en la comunidad espiritual en Dios."

(Carta de Bernardo a Hildegard)

CARTA A ROBERTO


A Roberto , sobrino de Bernardo

"Roberto, mi hijo querido, ya he esperado demasiado tiempo que se dignase Dios visitar vuestra alma y la mía, dándonos a vos el arrepentimiento que asegurase vuestra salvación, y a mí, la alegría de veros en el buen camino. Pero viendo que esta esperanza se desvanece, no puedo por más tiempo ocultar mi pesar, desechar mis inquietudes y disimular mi pena. He aquí por qué, dejando a un lado toda consideración de conveniencia, tomo la iniciativa para dirigirme a quien me ha herido.
Corro en pos de quien me desprecia; ofrezco explicaciones a quien me ha ofendido y ruego a quien debía rogarme. Es que el dolor no delibera cuando es excesivo, pierde toda medida y no sabe consultar la razón o tomar en cuenta la dignidad.
Yo quiero olvidar el pasado y no buscar ni los motivos ni las circunstancias de lo que ha sucedido, porque no tengo intención de discutir, de estudiar las causas o evocar penosos recuerdos: no quiero hablar sino de lo que interesa a mi corazón. Soy desgraciado por no veros más, por vivir sin vos, porque vivir así es una verdadera muerte para mí; y mi vida sería morir por vos. No quiero, pues, averiguar por qué os habéis marchado, pero gimo porque no habéis vuelto; no me preocupan las causas de vuestra partida, sino la demora de vuestro regreso. Volved solamente, y habrá terminado todo; volved, y todo será felicidad; sí, acercaos a mí, en los transportes de mi alegría, yo gritaré ‘Estaba muerto y resucitó, perdido y fue encontrado’."

(Nota: Roberto abandonó la Orden del Císter persuadido por las mayores comodidades de la de Cluny)

CARTA A HUGO DE CHAMPAÑA


CARTA DE SAN BERNARDO DE CLARAVAL 

A HUGO, CONDE DE CHAMPAÑA, QUE SE HIZO 

SOLDADO DEL TEMPLE.


 

"...... Si por la causa de Dios has pasado de conde a soldado y de rico a pobre, te felicito como es justo, y en ti glorifico a Dios, porque sé que este cambio se debe a la diestra del Altísimo.

Por lo demás, te confieso que no acepto aún con resignación el que Dios me haya privado de tu gozosa presencia por su misterioso designio, de modo que no pueda verte de vez en cuando; porque si hubiera sido posible, jamás hubiera querido que te alejaras de mí.

Podré acaso olvidar nuestra primera amistad y los beneficios que tan generosamente acumulaste sobre nuestro monasterio? ¡Ojalá Dios, por cuyo amor lo hiciste, tampoco se olvide jamás de ti!

Por mi parte, nunca seré ingrato contigo, guardaré en el espíritu el recuerdo de tu espléndida caridad y, si tengo ocasión, lo demostraré con las obras. ¡Qué gustosamente intentaría hacerlo, tanto en lo material como en lo espiritual, si hubiéramos podido vivir juntos! Pero como no es así, sólo me queda orar siempre por el ausente, ya que carezco de su presencia....."