Los
Grados de la Humildad y del Orgullo
SAN
BERNARDO
RETRACTACIÓN
Ya
había redactado casi la mitad de este tratado cuando se me ocurrió
confirmar y corroborar una afirmación, citando aquel pasaje del
Evangelio en el que el Señor confiesa su ignorancia sobre el día
del juicio. Y cometí una imprudencia; pues luego caí en la cuenta
de que el Evangelio no se expresa así. El texto dice tan sólo: ni
el Hijo lo sabe. Yo, en cambio, autosugestionado y sin intención de
presionar, no recordaba la expresión exacta, sino sólo el sentido;
por eso escribí: ni el Hijo del Hombre lo sabe.
Al
comenzar la siguiente discusión, traté de probar su autenticidad,
partiendo de una afirmación en contra de la verdad. Pero, como no me
dí cuenta de este error hasta mucho después de haber dado el libro
a publicidad y de haber sido transcrito por muchas personas, no he
encontrado más solución que hacer esta retractación; dado que, por
estar esparcido en tantos manuscritos, no me ha sido posible atajar
dicho error.
En
otra ocasión manifesté una opinión sobre los serafines, que nunca
he oído ni leído. Advierta el lector la prudencia del autor, que se
expresa diciendo: "pienso". No quería proponer más que
una simple opinión de aquello cuya veracidad no he podido demostrar
en la Escritura.
En
fin, incluso puede discutirse la oportunidad del título "Sobre
los grados de humildad" dado que describo más los grados de
soberbia. Aquí cargarán las tintas los menos inteligentes o los que
hacen caso omiso a los motivos del título. Al final del tratado
intento justificarlo muy escuetamente.
PREFACIO
Me
pediste, hermano Godofredo, que te pusiese por escrito y con relativa
extensión lo que prediqué a los hermanos sobre los grados de
humildad. He intentado satisfacer tu ruego como se merece, aunque con
temor de no poder realizarlo. Te confieso que nunca se apartaba de mi
mente el consejo del Evangelio. No me atrevía a comenzar sin
detenerme a pensar si contaba con medios para llevarlo a cabo.
Y
cuando la caridad ya había arrojado lejos este temor de no poder
rematar la obra, me invadió otro de signo contrario. En caso de
terminar, me acecharía el peligro de la vanagloria, peligro mucho
más grave que el mismo desprecio de no acabarlo. Por eso, entre el
temor y la caridad, como perplejo ante dos caminos, estuve dudando
largo tiempo sobre cuál de ellos debería tomar. Me temía que, si
hablaba útilmente de humildad, podría dar la sensación de no ser
humilde; y que, si callaba por humildad, podría ser tachado de
inútil.
No
me fiaba de ninguno de estos dos caminos, pero me veía obligado a
tomar uno. Me pareció mejor compartir contigo el fruto de mis
palabras que permanecer seguro, yo solo, en el puerto de mi silencio.
Confío que, si por casualidad digo algo que te agrade, tu oración
conseguirá que no me envanezca de ello. Y si, por el contrario -lo
que parece más normal-, no llego a redactar algo digno de tu
talento, entonces ya no tendré motivo alguno para ensoberbecerme.
VENTAJAS
QUE REPORTAN LOS GRADOS ASCENDENTES
CAPÍTULO
I
Antes
de empezar a hablar de los grados de humildad que propone San Benito,
no para enumerarlos, sino para subirlos, quiero mostrarte, si puedo,
adónde nos llevan. Así, conocido de antemano el fruto que nos
espera a la llegada, no nos abrumará el trabajo de la subida.
Cuando
el Señor dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos declara el
esfuerzo del camino y el premio al esfuerzo. A la humildad se le
llama camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo; la
verdad, el premio al esfuerzo. ¿Por qué sabes?, dirás tú, que
este pasaje se refiere a la humildad, siendo así que dijo de un modo
indefinido: Yo soy el camino? Escúchalo más concretamente: aprended
de mi, que soy manso y humilde de corazón.
Se
propone como ejemplo de humildad y como modelo de mansedumbre. Si lo
imitas, no andas en tinieblas, sino que tendrás la luz de la vida. Y
¿qué es la luz de la vida sino la verdad? La verdad ilumina a todo
hombre que viene a este mundo; indica dónde está la vida verdadera.
Por eso, al decir: Yo soy el camino y la verdad, añadió: y la vida.
Como si dijera: Yo soy el camino, que llevo a la verdad; yo soy la
verdad, que prometo la vida; yo soy la vida, y la doy; pues dice él
mismo: esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo.
Mas
si tú dices: "Veo perfectamente el camino, la humildad; deseo
el fruto, la verdad; mas, ¿qué haré si el esfuerzo del camino es
tan pesado que no puedo llegar al premio deseado?" El te
responde: yo soy la vida, el viático de donde sacarás energías
para el camino.
El
Señor grita a los extraviados y a quienes ignoran el camino: Yo soy
el camino; a los que dudan y a quines no creen: yo soy la verdad; y a
los que ya suben arrastrando su cansancio: yo soy la vida. Me parece
que en el pasaje propuesto queda suficientemente claro que el
conocimiento de la verdad es fruto de la humildad.
Fíjate
además en estos textos: yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has ocultado estas cosas -sin duda haciendo referencia
a los secretos de la verdad- a los sabios y prudentes, esto es, a los
soberbios, y se los has revelado a los pequeños, es decir, a los
humildes. También aquí se inculca que la verdad se esconde a los
soberbios y se revela a los humildes.
CAPÍTULO
II
La
humildad podría definirse así: es una virtud que incita al hombre a
menospreciarse ante la clara luz de su propio conocimiento. Esta
definición es muy adecuada para quienes se han decidido a progresar
en el fondo del corazón. Avanzan de vrtud en virtud, de grado en
grado, hasta llegar a la cima de la humildad. Allí, en actitud
contemplativa, como en Sión, se embelesan en la verdad; porque se
dice que el legislador dará su bendición. El que promulgó la ley,
dará también la bendición; el que ha exigido la humildad, llevará
a la verdad.
¿Quién
es este legislador? Es el Señor amable y recto que ha promulgado su
ley para los que pierden el camino. Se descaminan todos los que
abandonan la verdad. Y ¿van a quedar desamparados por un Señor tan
amable? No. Precisamente es a éstos a los que el Señor, amable y
recto, ofrece como ley el camino de la humildad. De esta forma podrán
volver al conocimiento de la verdad. Les brinda la ocasión de
reconquistar al salvación, porque es amable. Pero, ¡Atención!, sin
menoscabar la disciplina de la ley, porque es recto. Es amable,
porque no se resigna a que se pierdan; es recto, porque no se le pasa
el castigo merecido.
CAPÍTULO
III
Esta
ley, que nos orienta hacia la verdad, la promulgó San Benito en doce
grados. Y como mediante los diez mandamientos de la ley y de la doble
circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos
estos doce grados se alcanzan la verdad.
El
mismo hecho de la aparición del Señor en lo más alto del aquella
rampa que, como tipo de la humildad, se le presentó a Jacob, ¿no
indica acaso que el conocimiento de la verdad se sitúa en lo alto de
la humildad? El Señor es la verdad, que no puede engañarse ni
engañar. Desde lo más alto de la rampa estaba mirando a los hijos
de los hombres para ver si había alguno sensato que buscase a Dios.
Y ¿no te parece a ti que el Señor, conocedor de todos los suyos,
desde lo alto está clamoreando a los que le buscan: venid a mí
todos los que me deseáis saciaos de mis frutos; y también: venid a
mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré
respiro?
Venid,
dice. ¿Adónde? A mí, la verdad. ¿Por dónde? Por la humildad.
¿Provecho? Yo os daré respiro. ¿Qué respiro promete la verdad al
que sube, y lo otorga al que llega? ¿La caridad, quizá? Sí, pues,
según San Benito, una vez subidos todos los grados de la humildad,
se llega en seguida a la caridad. La caridad es un alimento dulce y
agradable que reanima a los cansados, robustece a los débiles,
alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la carga de
la verdad.
CAPÍTULO
IV
La
caridad es un manjar excelente. Es el plato principal en la mesa de
rey Salomón. Exhala el aroma de las distintas virtudes, semejante a
la fragancia de las especias más sorprendentes. Sacia a los
hambrientos, alegra a los comensales. Con ella se sirven también la
paz, la paciencia, la bondad, la entereza de ánimo, el gozo en el
Espíritu Santo y todos los demás frutos y virtudes que tienen por
raíz la verdad o la sabiduría.
La
humildad tiene también sus complementos en esta misma mesa. El pan
del dolor y el vino de la compunción es lo primero que la verdad
ofrece a los incipientes, y les dice: los que coméis el pan del
dolor, levantaos después de haberos sentado.
Tampoco
a la contemplación le falta el sólido alimento de la sabiduría,
amasado con flor de harina, y el vino que alegra el corazón del
hombre; con él, la verdad obsequia a los perfectos, y les dice:
comed, amigos míos, bebed y embriagaos, carísimos. La caridad, nos
dice, es el plato principal de las hijas de Jerusalén; las almas
imperfectas, por ser todavía incapaces de digerir aquel sólido
manjar, tienen que alimentarse de leche en vez de pan, y de aceite en
lugar de vino. Y con toda razón se sirve hacia la mitad del
banquete, pues su suavidad no aprovecha a los incipientes, que viven
en el temor; ni es suficiente a los perfectos, que gustan la intensa
dulzura de la contemplación.
Los
incipientes, mientras no se curen de las malas pasiones de los
deleites carnales con la purga amarga de temor, no pueden
experimentar la dulzura de la leche. Los perfectos ya han sido
destetados; ahora, eufóricos, se alegran de comer ese otro manjar,
anticipo de la gloria. Sólo aprovecha a los que están en el centro,
a los proficientes, quienes ya han experimentado su agradable paladar
en algunos sorbos y se quedan contentos sin más, por causa de su
tierna edad.
CAPÍTULO
V
El
primer plato es, pues, el de la humildad, una purga amarga. Luego, el
plato de la caridad, todo un consuelo apetitoso. Sigue el de la
contemplación, el plato fuerte. ¡Pobre de mí! ¿hasta cuándo,
Señor, vas a estar siempre enojado contra tu siervo que te suplica?
¿Hasta cuándo me vas a estar alimentando con el pan del llanto y
ofreciéndome como bebida las lágrimas a tragos? ¡Quién me
invitará a comer de aquel último plato, o al menos del sabroso
manjar de la caridad, que se sirve a mitad del banquete! Los justos
los comen en presencia de Dios rebosando de alegría. Entonces ya no
debería pedir a Dios con amargura del alma: ¡no me condenes!
Todo lo contrario, al celebrar el convite con los ázimos de la
pureza y de la verdad, cantaría alegre en los caminos del Señor
porque la gloria del Señor es grande.
Bueno
es, por tanto, el camino de la humildad; en el se busca la
verdad, se encuentra la caridad y se comparten los frutos de la
sabiduría. El fin de la ley es Cristo; y la perfección de la
humildad, el conocimiento de la verdad. Cristo, cuando vino al mundo,
trajo la gracia. La. verdad, cuan se revela ofrece la caridad. Pero
siempre se manifiesta a los humildes. Por ello, la gracia se da a los
humildes.
CAPÍTULO
VI
Como
el conocimiento de la verdad tiene a su vez tres grados, voy a tratar
de explicarlos brevemente. Así se vera con mayor claridad a
qué grado de verdad corresponde el duodécimo grado de humildad.
Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En
nosotros, por la autocrítica; en el prójimo, por la compasión en
sus desgracias; y en sí misma, por la contemplación de un corazón
puro.
Te
he indicado el número de los grados; ahora observa su orden. En
primer lugar quisiera que la misma verdad te enseñara por qué debe
buscarse antes en los prójimos que en sí misma. Después entenderás
por qué debes buscarla en ti antes que en el prójimo. Al predicar
las bienaventuranzas, el Señor antepuso los misericordiosos a los
limpios de corazón. Y es que los misericordiosos descubren en
seguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos
y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los
males de los demás. Con los enfermos, enferman; se abrasan con los
que sufren escándalo; se alegran con los que están alegres, y
lloran con los que lloran. Purificados ya en lo íntimo de sus
corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar
la verdad en sí misma; por cuyo amor sufren las desgracias de los
demás.
En
cambio, los que no sintonizan así con sus hermanos, sino que ofenden
a los que lloran, menosprecian a los que se alegran, o no sienten en
sí mismos lo que hay en los demás por no sintonizar con sus
sentimientos, jamás podrán descubrir en sus prójimos la verdad.
A
todos éstos les viene bien aquel dicho tan conocido: ni el sano
siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el
hambriento. El enfermo y el hambriento son los que mejor se
compadecen de los enfermos y de los hambrientos, porque lo viven. La
verdad pura únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente
tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume su
propia miseria. Para que sientas tu propio corazón de miseria en la
miseria de tu hermano, necesitas conocer primero tu propia miseria.
Así podrás vivir en ti sus problemas, y se te despertaran
iniciativas de ayuda fraterna. Este fue el programa de acción de
nuestro Salvador. Quiso sufrir para saber compadecerse; se hizo
miserable para aprender a tener misericordia. Por eso se ha escrito
de él : Aprendió por sus padecimientos la obediencia. De este modo
supo lo que era la misericordia. No quiere decir que Aquel cuya
misericordia es eterna ignorara la práctica de la misericordia, sino
que aprendió en el tiempo por la experiencia lo que sabía desde la
eternidad por su naturaleza.
Capítulo
VII
Quizá te
parezca exagerado lo que acabo de afirmar que Cristo, Sabiduría de
Dios, haya tenido que aprender a ser misericordioso, como si Aquel
por quien fueron hechas todas las cosas hubiese ignorado algún
tiempo algo de lo que fue hecho; sobre todo teniendo en cuenta
que esas citas de la carta a los Hebreos pueden entenderse en otro
sentido. No es absurdo que el término aprendió no haga referencia a
la Cabeza, la persona de Cristo, sino a su cuerpo, la Iglesia. En tal
caso, el sentido completo de la frase aprendió por sus padecimientos
la obediencia, sería éste: Aprendió en su cuerpo la obediencia por
lo que padeció en la cabeza.
De todo lo que
él padeció por nosotros, puros hombres, aprendemos cuánto nos
conviene padecer por la obediencia; ya que él, siendo Dios, no dudó
en morir. Según esta interpretación, dices tú, ya no hay
inconveniente alguno en decir que Cristo aprendió en su cuerpo la
obediencia, la misericordia o cualquier otra cosa; con tal que no se
crea que el Señor en su persona pudiese aprender en el transcurso de
su vida temporal algo que antes ignorase. Y así, él mismo aprende,
enseña a la vez la misericordia y la obediencia; porque la cabeza y
el cuerpo son un mismo Cristo.
Capítulo
VIII
No niego que esta interpretación
pueda ser aceptable. Sin embargo, existe otro pasaje de la misma
carta que parece apoyar la anterior. No es a los ángeles a quienes
tiende la mano, sino a los hijos de Abrahán. Por eso tenía
que parecerse en todo a sus hermanos para ser misericordioso.
Creo que este debe referirse exclusivamente a la cabeza, no al
cuerpo. Se dice de la Palabra de Dios que no tiende la mano a los
ángeles, es decir, que no se unió personalmente a ellos, sino a la
descendencia de Abrahán. Tampoco hemos leído: la Palabra se hizo
ángel; sino la Palabra se hizo carne, y carne de Abrahán, se
cumplió la promesa que se le hizo. De aquí, es decir, por hacerse
hijo de Abrahán, tuvo que parecerse en todo a sus hermanos. Esto es,
convino y fue necesario que, débil como nosotros pasara por
todas nuestras miserias, excluido el pecado.
Preguntas:
¿Por qué fue necesario? Ahí mismo tienes la respuesta: Para ser
misericordioso. Y sí insistes: ¿Por qué esto no puede
referirse al cuerpo? Escucha lo que sigue: En cuanto que pasó la
prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora la están pasando.
No veo interpretación mejor de estas palabras que la referencia a
una voluntad de sufrir, de ser probado y de pasar por todas las
miserias humanas, excluido el pecado. Es la única forma de parecerse
en todo a sus hermanos. Así aprendió por propia experiencia a tener
misericordia compadecerse de los que sufren y de los que
son probados.
CAPÍTULO IX
No
quiero decir que mediante esta experiencia se haya vuelto más sabio.
Lo importante es que ahora está mucho más cerca de nosotros,
débiles hijos de Adán. Tampoco tuvo reparo en llamarnos y hacernos
hermanos suyos; y todo para no dudar más en confiarle las flaquezas
que, como Dios, puede curar; y que, como cercano, quiere curar. Ya
las conoce, porque sufrió. Con razón lo llama Isaías hombre de
dolores acostumbrado a sufrimientos. El Apóstol añade: no tenemos
un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades. E
indica a continuación el motivo de su compasión: Probado en todo,
igual que nosotros, excluido el pecado.
Dios
es dichoso. El Hijo de Dios también es dichoso en aquella condición
por la que no se aferró a su categoría de ser igual al Padre. El
era impasible antes de despojarse de su rango y de tomar la condición
de esclavo. Hasta entonces no entendía de miseria y de sumisión;
tampoco conocía por experiencia la misericordia y la obediencia.
Sabía por su naturaleza, no por propia experiencia. Pero se achicó
a sí mismo, haciéndose poco inferior a los ángeles, que son
impasibles por gracia, no por naturaleza; y se rebajó hasta aquella
condición en la que podía sufrir y someterse. Esto, como ya se
dijo, le era imposible en su categoría divina. Por eso aprendió la
misericordia en el sufrimiento, y la obediencia en la sumisión. Sin
embargo, como dije antes, por esta experiencia no aumentó su caudal
de ciencia, sino que aumentó nuestra confianza, ya que por medio de
este triste modo de conocer se acercó más a nosotros Aquel de quien
tan lejos estábamos.
¿Cuándo
nos hubiéramos atrevido a acercarnos a él si hubiese permanecido en
su imposibilidad? Ahora, sin embargo, el Apóstol nos persuade a
acercarnos confiadamente ante el tribunal de la gracia de Aquel que,
como está escrito en otro lugar, soportó nuestros sufrimientos y
aguantó nuestros dolores. Tenemos la absoluta certeza de que
puede compadecerse de nosotros porque el mismo ha sufrido.
CAPÍTULO X
No deben
parecernos absurdas las expresiones de que Cristo conocía la
misericordia desde siempre, por su divinidad, pero de manera distinta
de como la conoció en el tiempo por la encarnación. No queremos
decir que Cristo hubiese comenzado a saber algo que anteriormente no
supiese. Fíjate que el Señor usó una expresión parecida cuando
respondió a la pregunta de sus discípulos acerca del último día.
Les confesó su ignorancia. ¿Es que él, en quien estân escondidos
los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, no podía conocer la
inminencia del último día?; ¿cómo, pues, negó que lo sabía,
siendo clarísimo que no podía ignorarlo? ; ¿acaso mintió para
ocultarles lo que no era conveniente descubrirles? De ninguna manera.
Si por ser la sabiduría no puede ignorar cosa alguna, por ser la
verdad tampoco puede mentir. No quiso dar pábulo a la curiosidad
inútil; por eso negó saber lo que le preguntaban. No lo negó, sin
embargo, de un modo absoluto, sino con una especie de restricción
mental. Pues si con la mirada de su divinidad veía todas las cosas,
las pasadas, las presentes y las venideras. conocía perfectamente
aquel día; pero no por experiencia de los sentidos corporales. De
haber sido así, ya habría aniquilado al anticristo con el aliento
de su boca; ya habría resonado en sus oídos el alarido del arcángel
y el fragor de la trompeta, a cuyo estrépito los muertos van a
resucitar; ya habría visto también con los ojos corporales a las
ovejas a las cabras, que deberán estar separadas entre sí.
CAPÍTULO XI
En fin, vas a comprender mejor ahora que, cuando expresaba su ignorancia sobre el último día, se refería sólo a su conocimiento humano, analizando la fina discreción de su respuesta. No dijo: Yo no lo sé; sino: ni el Hijo del hombre lo sabe. ¿Qué quiere indicar la expresión Hijo del hombre sino la naturaleza humana que había asumido? Con este nombre se da a entender que cuando dice no saber cosa alguna, no habla como Dios, sino como hombre. En otras ocasiones, hablando de sí mismo en cuanto Dios, no emplea la expresión "Hijo", o "Hijo del hombre", sino "yo", o "a mí". Ejemplos: En verdad, en verdad os digo; antes que Abrahán naciese, ya existía yo. Dice: ya existía yo; y no: "ya existía el Hijo del hombre". Sin duda alguna que habla de aquella esencia por la que existe antes de Abrahán, desde la eternidad; y no de aquella otra por la que nació después de Abrahán, y que procede de Abrahán mismo.
También en aquella ocasión en que deseaba saber por boca de los discípulos la opinión que los hombres tenían de él, les pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Y no: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" Pero al preguntarles a continuación su opinión sobre él, les dice: y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y no: ¿Quién decís que es el Hijo del hombre? Queriendo saber lo que pensaba el pueblo carnal acerca de su naturaleza humana, se impuso un nombre carnal, que es el significado propiamente dicho de la expresión Hijo del hombre. Pero al preguntar a sus discípulos, que eran espirituales, acerca de su divinidad, no aludió a sí mismo como Hijo del hombre, sino directamente a su mismo "yo". Pedro comprendió lo que les había querido preguntar al decir: y acertó bien en su respuesta: Tú eres el Cristo, el Hijo e Dios. No dijo: "tú eres Jesús, el hijo de la Virgen". Si hubiese respondido así, sin duda alguna habría dicho la verdad. Pero cayendo en la cuenta, con agudeza, del sentido en que se le proponía la pregunta, respondió acertada y competentemente diciendo: tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.
CAPÍTULO XII
Sabes que Cristo es una sola persona en dos naturalezas; una, por la que siempre existió; la otra, por la que empezó a vivir en el tiempo. Por su ser eterno conoce siempre todas las cosas; por su realidad histórica, aprendió muchas cosas en el tiempo. ¿Por qué dudas en admitir que, así como históricamente empezó a vivir en el cuerpo, del mismo modo empezó a conocer las miserias de los hombres con ese género de conocimiento propio de la debilidad humana?
¡Cuánto más sabios y felices habrían sido nuestros primeros padres ignorando este género de ciencia, que no podían lograr sin hacerse necios y desdichados! Pero Dios, su Creador, buscando lo que se había perdido, continuó, compasivo su obra; y descendió misericordiosamente adonde ellos se habían abismado en su desgracia. Quiso experimentar en sí lo que nuestros padres sufrían con toda justicia por haber obrado contra él; pero se sintió movido, no por una curiosidad semejante a la de ellos, sino por una admirable caridad; y no para ser un desdichado más entre los desdichados, sino para librar a los miserables haciéndose misericordioso. Se hizo misericordioso, pero no con aquella misericordia que, permaneciendo feliz, tuvo desde siempre; sino con la que encontró, al hacerse uno como nosotros envuelto en la miseria.Así, la obra que había comenzado con la misericordia eterna, la culminó por la misericordia temporal; no porque no pudiese llevarla a cabo solamente con la eterna, sino porque, respecto a nosotros, la eterna sin la temporal no nos pudo bastar. Una y otra fueron necesarias, pero para nosotros fue más apropiada la segunda
¡Oh invención inefable de la piedad! ¿Podríamos habernos imaginado incluso aquella maravillosa misericordia eterna si antes no la hubiese precedido la miseria, que nos la hace concebir? ¿Cuándo habríamos descubierto aquella compasión, desconocida para nosotros, que sin la existencia de la Pasión habría perdurado en la imposibilidad?Sin embargo, si esa misericordia, que no conoce la miseria no hubiese existido anteriormente, tampoco se habría seguido esta otra misericordia, cuya madre es la miseria. Si no se hubiese seguido, tampoco nos habría atraído; si no nos hubiese atraído, no nos habría extraído. ¿Extraído?, ¿de dónde? De la fosa de la miseria y de la charca fangosa.
Pero el Señor no se despojó de la misericordia eterna; la añadió a la temporal. No la cambió; la multiplicó, según está escrito: tú socorres a hombres y animales, ¡cómo has multiplicado tu misericordia, oh Dios!
CAPÍTULO XIII
Volvamos ya a nuestro asunto. Si el que no era miserable se hizo miseria para experimentar lo que ya previamente sabía, ¿cuánto más debes tu, no digo hacerte lo que no eres, sino reflexionar sobre lo que eres, porque eres miserable? Así aprenderás a tener misericordia. Sólo así lo puedes aprender.
Porque si consideras el mal de tu prójimo y no atiendes al tuyo, te sentirás arrebatado por la indignación, nunca movido por la compasión; tendemos a juzgar, no a ayudar; a destruir con violencia, no a corregir con suavidad. Vosotros los espirituales, dice el Apóstol, corred e id con toda suavidad. El consejo o por mejor decir, el mandato del Apóstol consiste en que ayudes a tu hermano enfermo con la misma suavidad con la que tú quieres te ayuden a ti cuando enfermas. También consiste en que comprendas cuánta dulzura de trato debes tener con el pecador; caer en la cuenta, como dice el mismo Apóstol, de que también tú puedes ser tentado.
CAPÍTULO XIV
Conviene considerar con qué perfección sigue el discípulo de la verdad el orden establecido por el Maestro. En las bienaventuranzas a que me refería antes, preceden los misericordiosos a los limpios de corazón; y los mansos a los misericordiosos. El Apóstol exhorta a los espirituales que corrijan a los carnales; y añade: con toda suavidad. La corrección de los hermanos corresponde, sin duda, a los misericordiosos; hacerlo con suavidad, a los mansos. Como si dijera: no puede ser contado entre los misericordiosos el que no es manso en sí mismo. Mira cómo indica claramente el Apóstol lo que antes prometí yo demostrar. La verdad hemos de buscarla antes en nosotros que en el prójimo. Cayendo en la cuenta de ti mismo, es decir, siendo consciente de la facilidad con que eres tentado y de lo propenso que eres para pecar; por esta toma de conciencia, te harás manso y podrás acercarte a los demás para socorrerles con toda suavidad. Si no eres capaz de escuchar al Discípulo que te aconseja, teme al Maestro que te acusa. Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar a brizna del ojo de tu hermano.
La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la verdad. Si llega a acaparar tu mente, ya no podrás verte ni sentir de ti tal como eres o puedes ser, sino tal como te quieres, tal como piensas que eres o tal como esperas llegar a ser. ¿Qué otra cosa es la soberbia sino, como la define un santo, el amor del propio prestigio? Moviéndonos en el polo opuesto, podemos afirmar que la humildad es el desprecio del propio prestigio.
Ni el amor ni el odio conocen el dictamen de la verdad. ¿Quieres oír el dictamen de la verdad? Escucha: yo juzgo según oigo; no según odio, ni según amo, ni según temo. Un dictamen del odio sería: nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir; el del temor sería: si le dejamos que siga así, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo; y un dictamen según el amor podría ser el de David con su hijo parricida: tratad bien al joven Absalón.
Hay un convenio definido por las leyes humanas; se observa tanto en las causas eclesiásticas como en las civiles; está legislado que los amigos íntimos de los litigantes nunca deben ser convocados a juicio; no sea que, llevados del amor a sus amigos, engañen o se dejen engañar. Y si el amor que profesas a tu amigo influye en tu criterio como atenuante o inexistencia de culpa, ¿cuánto más el amor que a ti mismo te profesas te engañara cuando vas a emitir un Juicio contra ti?
CAPÍTULO XV
El que sinceramente desee conocer la verdad propia de sí mismo, debe sacarse la viga de su soberbia, porque le impide que sus ojos conecten con la luz. E inmediatamente tendrá que disponerse a ascender dentro de su corazón, observándose a sí mismo en sí mismo, hasta alcanzar con el duodécimo grado de humildad el primero de la verdad.
Cuando haya encontrado la verdad en sí mismo o, mejor dicho, cuando se haya encontrado a sí mismo en la verdad pueda decir: yo me fiaba, y por eso hablaba; pero ¡qué humillado me encuentro!, entonces penetre el hombre más íntimamente en su corazón, para que la verdad quede enaltecida, llegando así al segundo grado y exclame: todos los hombres son unos mentirosos. Crees que David no siguió este mismo orden? ¿crees que el profeta no se dio cuenta de lo que el Señor, el Apóstol y yo hemos comprendido siguiendo su ejemplo? Y dice: Yo me fié de la Verdad, que decía en este mundo: el que me sigue no anda en tiniebla. Me fié, siguiéndola, por eso hablé, confesando. ¿Qué confesé? La verdad que conocía en la fe. Después de que me fié para la justicia y hablé para la salvación, ¡qué humillado me encuentro hasta el límite de la impotencia. Como si dijera: ya que no me avergoncé de confesar contra mí mismo la verdad que en mí conocí, he llegado al colmo de la humildad. Ese limite puede entenderse por colmo; como puede verse en el pasaje de este salmo: se complace hasta el colmo en sus mandatos; es decir, se complace plenamente. Pero si alguien sostiene que colmo quiere significar aquí "mucho" y no basta el límite, por ser ése el significado que le dan los comentaristas, tal traducción coincidiría con el pensamiento del profeta.
Por esto, cuando todavía desconocía la verdad, me tenía por algo, no siendo en realidad nada. Pero desde que me fié de Cristo, esto es, desde que imité su humildad, empecé a conocer la verdad; ella ha sido enaltecida en mí, por causa de mi propia confesión. Pero yo me siento en él colmo de la humillación, es decir, que la propia consideración de mí mismo me ha suscitado mucho desprecio.
CAPÍTULO XVI
Humillado el profeta en este primer grado de la verdad, como dice en otro salmo: Me has humillado en tu verdad, se observa a sí mismo; y, consciente de su propia miseria, considera la de los demás. De este modo pasa al segundo grado y dice en su abatimiento: todos los hombres son unos mentirosos. ¿En qué abatimiento? En aquel por el que sale de sí mismo y, adhiriéndose a la verdad, se juzga. Proclama en este abatimiento, no irritado ni insultante, sino con toda misericordia y compasión: todos los hombres son unos mentirosos. ¿Qué quiere decir: Todos los hombres son unos mentirosos? Quiere decir que todo hombre es débil; que todo hombre es miserable e impotente, y que no puede salvarse a sí mismo ni salvar a otro. Lo mismo que se dice: engañoso es el caballo para la victoria. No porque el caballo engañe a nadie, sino porque se engaña a sí mismo quien confía en su fortaleza. De la misma manera se dice que todos los hombres son unos mentirosos. Es decir, frágiles e inconstantes; de ellos nada se puede esperar, ni su salvación, ni la ajena, sin incurrir en la maldición del que pone sus esperanzas en otro hombre. De esta manera, el profeta, humilde y avezado en el camino de la verdad, cuando descubre en los otros las miserias que ha llorado en sí mismo, a la vez que acumula experiencia, agudiza también su dolor. Y, de un modo muy genérico, pero auténtico, exclama : Todos los hombres son unos mentirosos.
CAPÍTULO XVII
Fíjate de qué manera tan distinta sentía de sí mismo aquel fariseo soberbio. ¿Qué fue lo que espontáneamente brotó de su desvarío? Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás. Se complace en sí mismo como si sólo él existiera, al mismo tiempo insulta a los demás con arrogancia. Muy distintos eran los sentimientos de David. Si afirma que todos los hombres son unos mentirosos, no excluye ninguno para no engañar a nadie. Sabe que todos pecaron, y que todos están privados de la gloria de Dios.
El fariseo, en cambio, condenando a los demás, sólo a sí mismo se engaña, ya que se excluye a sí solo. El profeta no se excluye de la miseria común para no quedar eliminado de la misericordia. El fariseo, al ocultar su miseria, aleja de sí la misericordia. El profeta afirma de sí y de los demás : todos los hombres son unos mentirosos. El fariseo lo afirma también de todos, menos de sí mismo: No soy, dice, como los demás. Y da gracias, no porque es bueno, sino porque se siente único; y no tanto por los bienes que tiene cuanto por los males que ve en los demás. Todavía no ha sacado la viga de su ojo y da cuenta las briznas que hay en los ojos de sus hermanos, pues añade: injustos, ladrones.
Me parece útil esta digresión. Te habrá servido para comprender la diferencia que existe entre la humillación del profeta y el desvarío del fariseo.