PRIMERA PARTE
“Al Sumo Pontífice Inocencio, señor y padre amadísimo, el hermano Bernardo, abad de Clairvaux, con toda humildad”.
Es muy conveniente que vuestro ministerio apostólico esté bien informado de los peligros y escándalos que surgen en el reino de Dios, particularmente los que se refieren a la fe. Porque, en mi opinión, el lugar donde mejor se puede remediar los estragos de la fe es allí donde la fe no vacilará jamás. Tal es el privilegio de esa Cátedra. ¿A quién otro se le ha dicho: “Pedro, yo he pedido por ti, para que no pierdas la fe?”. Por eso tenemos derecho a esperar del sucesor de Pedro lo que el mismo Señor dice a continuación: “Y tú, cuando te conviertas, afianza a tus hermanos”. Esto es lo que ahora necesitamos. Ha llegado el momento, Padre amadísimo, de que seáis responsable de vuestra autoridad, demostréis vuestro celo y hagáis honor a vuestro ministerio. Seréis un digno sucesor de Pedro, cuya Sede ocupáis, si con vuestra exhortación robustecéis la fe de los que dudan y con vuestra autoridad reprimís a quienes intentan corromperla.
Tenemos en Francia un sabio maestro y novel teólogo, muy versado desde su juventud en el arte de la dialéctica. Y ahora maneja, sin el debido respeto, las Sagradas Escrituras. Está empeñado en dar nuevo impulso a los errores hace tiempo condenados y olvidados, tanto propios como ajenos, y se atreve a inventar otros nuevos. Se gloría de no ignorar nada de cuanto hay “arriba en el cielo y abajo en la tierra”, excepto su propia ignorancia.
Aún más: su boca se atreve con el cielo y sondea lo profundo de Dios. Viene luego a nosotros y nos comunica palabras arcanas que ningún hombre es capaz de repetir. Está siempre listo para dar explicación de cualquier cosa y arremete con lo que supera la razón, o va contra la razón misma, o contra la fe. ¿Existe algo más fuera de razón que intentar superar la razón con las solas fuerzas de la razón? Se pone a explicar aquella sentencia de Salomón: “El que cree a la primera no tiene seso”, y dice: “Creer a la primera es recurrir a la fe antes que a la razón; porque Salomón, en este pasaje, no habla de la fe en Dios, sino de la credulidad humana”.
Sin embargo, el Papa S. Gregorio afirma que la fe en Dios carece de mérito si se apoya en la evidencia de la razón. Y alaba a los Apóstoles, que siguieron al Redentor en cuanto oyeron su llamada. Cita también aquel otro elogio: “Me oyeron y me obedecieron”, y el reproche dirigido a los discípulos por su terquedad en no creer. María es ensalzada porque antepuso la fe a la razón. Zacarías recibe castigo porque intentó aclarar la fe con la razón. Y Abrahán es un modelo para todos, “porque esperó contra toda esperanza”.
Nuestro teólogo, en cambio, dice: ¿Qué provecho sacamos con exponer la doctrina si no lo hacemos de manera inteligible? Por eso promete a sus oyentes hacerles comprender los misterios más sagrados y profundos de la fe. Y establece grados en la Trinidad, límites en la Majestad y números en la Eternidad. Declara que Dios Padre es el poder absoluto, que el Hijo tiene algún poder y que el Espíritu Santo no tiene ningún poder. La relación del Hijo con el Padre es como la de un poder relativo con el poder absoluto, como la especie con el género, como lo material con la materia, como el hombre con el animal o como un sello de metal con el metal.
¿No es éste peor aún que Arrio? ¿Se puede tolerar todo esto? ¿Quién es capaz de escuchar semejantes sacrilegios? ¿Quién no se horroriza ante tales invenciones?. Dice también que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, pero que no es de la sustancia del uno ni del otro. ¿De dónde procede, pues? ¿De la nada, como todo lo que ha sido creado? El Apóstol proclama que todo procede de Dios, y lo dice abiertamente: “De Él procede todo”. ¿Tenemos que afirmar que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo exactamente igual que todo lo demás, es decir, que no procede de la esencia divina, sino por vía de creación y, por tanto. que fue creado como todas las demás criaturas? ¿O encontrará un tercer modo de hacerle proceder del Padre y del Hijo?
Este hombre busca siempre novedades, y, si no las encuentra, las inventa, dando idéntico valor a lo que es como a lo que no es. Dice, por ejemplo: “Si es de la sustancia del Padre, es engendrado, y el Padre tendría dos Hijos”. Como si todo lo que procede de una sustancia hubiera de ser necesariamente engendrado por aquella sustancia. En ese caso debemos decir que los piojos, las liendres y los humores del cuerpo son hijos de la carne, y que los gusanos que nacen en la madera carcomida no proceden de la sustancia del madero, porque no son hijos suyos. O que la polilla que se alimenta de los paños se engendra en ellos. Y así otras muchas cosas.
Me admira que un hombre tan sutil y entendido, como él se cree, confiese al Espíritu Santo consustancial al Padre y al Hijo, y niegue que procede de la sustancia de ambos. A no ser que afirme que son estos dos quienes proceden de aquel, lo cual es absurdo e infame. Y si no procede de aquellos dos, ni aquéllos de la sustancia de éste, ¿donde está la consustancialidad? Una de dos : o confiesa con la Iglesia, que el Espíritu Santo tiene la misma sustancia que ellos, de los cuales no niega que proceda ; o, lo mismo que Arrio, niega la consustancialidad y afirma que ha sido creado. Además, si el Hijo es de la sustancia del Padre y el Espíritu Santo no, existirá una gran diferencia entre ellos. No sólo porque el Espíritu Santo no es engendrado, como el Hijo, sino también porque el Hijo es de la sustancia del Padre y el Espíritu Santo no lo es.
La Iglesia Católica nunca ha aceptado esta diferencia. Porque, si la admitimos, ¿qué sería de la Trinidad y de la Unidad? Si el Hijo y el Espíritu Santo tienen entre sí muchas diferencias, desaparece la unidad. Particularmente si existen diferencias sustanciales, como éste pretende enseñar. Si el Espíritu Santo no es de la sustancia del Padre y del Hijo, en vez de Trinidad tendríamos Dualidad. Y no es digno admitir en la Trinidad una persona que no tiene nada en común, en su sustancia, con las otras. No insista, pues, en separar la procesión del Espíritu Santo de la sustancia del Padre y del Hijo si no quiere cometer la doble maldad de reducir la Trinidad y añadir algo a la Unidad.
La fe católica rechaza ambas cosas. Y, para que conste que, en asunto tan importante, no me apoyo sólo en razones humanas, lea la carta de Jerónimo a Avito, y entre otros errores que refuta de Orígenes, verá también este detestable cómo condena que el Espíritu Santo no es consustancial al Padre. El bienaventurado Atanasio, por su parte, se expresa así en su libro “De la Trinidad Unida” : “Cuando hablo de un solo Dios, no me refiero únicamente a la persona del Padre, porque nunca he negado que el Hijo y el Espíritu Santo sean de la misma y única sustancia del Padre”. Así habla Atanasio.
Ya ve vuestra Santidad cómo este polemista, por no decir alocado, destruye la Trinidad, divide la Unidad y ofende a la Majestad. No intentamos ahora definir qué es Dios; nos basta saber que es lo más grande que se puede pensar. Según esto, si al considerar las personas de esta única y soberana majestad admitimos la más mínima imperfección, y añadimos a una lo que quitamos a otra, el conjunto es menor de cuanto se pueda pensar. Porque es mayor lo que es máximo en todo, que aquello que sólo lo es en algún aspecto.
Pensaremos dignamente de la grandeza divina, en la medida de lo posible, si no admitimos disparidad alguna allí donde todo es sumamente grande; ni división, donde todo es íntegro; ni desunión, donde todo está entero; ni perfección, donde todo es todo . El Padre es todo lo que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; el Hijo es todo lo que es el Padre y el Espíritu Santo; y el Espíritu Santo es todo lo que es el Padre y el Hijo. Y este todo es un solo todo, ni mayor en los tres, ni menor en cada uno de ellos. El bien sumo y verdadero que son ellos no se lo dividen entre sí, porque no lo poseen por participación, sino que son ese bien por esencia. Y cuando se dice que uno procede de otro, nos referimos a la distinción de las personas, no a la división de la esencia.
La sana doctrina católica permite hablar de uno y otro, en esta esencia inefable e incomprensible de la Divinidad, para distinguir las propiedades personales. Pero no se nos permite hablar de unas cosas y de otras, sino de una sola y única realidad. La confesión de la Trinidad no debe atentar contra la Unidad, ni la aceptación de la Unidad debe excluir las propiedades personales. Lejos, pues, de nosotros, como lo están de la verdad, esas pobres semejanzas o desemejanzas de género y especie, del metal y el sello hecho con él. Porque la relación que existe entre género y especie es de superior a inferior, y Dios es único.
Por eso no se puede comparar tanta igualdad con semejante desigualdad. Lo mismo cabe decir del metal y de esa parte del metal que es el sello ; la comparación es la misma y merece un juicio idéntico. Como la especie es inferior al género, no podemos aplicar esta diferencia al Padre y al Hijo. Ni podemos admitir que este hombre diga que la relación del Hijo al Padre es como la de la especie al género, la del hombre al animal, la del sello al metal o la de un poder al poder absoluto. Todas estas cosas, por su misma naturaleza, se subordinan unas a otras. Y es imposible compararlas con aquella otra realidad que no admite desigualdad ni diferencia alguna. Advertid cuánta ignorancia e irreverencia manifiesta al inventar tales comparaciones.
I Fíjese, con más atención, cómo piensa, enseña y escribe. Dice que el poder pertenece, de manera propia y especial, al Padre, y la sabiduría, al Hijo. Lo cual es falso. Porque también el Padre es la sabiduría, y el Hijo el poder. Y lo que es común a ambos no es propiedad exclusiva de ninguno. Muy distintos son aquellos otros vocablos que no se refieren a los dos, sino a uno de los dos, en cuyo caso cada uno tiene el suyo y no es común con el del otro. Y, así, el que es Padre no es Hijo, y el que es Hijo no es Padre. Porque al Padre le llamamos Padre no por sí mismo, sino en relación al Hijo. Y lo mismo decimos del Hijo: no es Hijo por sí mismo sino por relación al Padre. Pero el poder, la sabiduría y otros muchos atributos no les pertenecen en cuanto que son Padre o Hijo, ni por sus mutuas relaciones.
Éste, en cambio, dice: “No; a la persona del Padre le pertenece, de manera propia y especial, la omnipotencia; no sólo porque puede hacer todo con las otras dos personas, sino porque es el único cuya existencia procede de sí mismo, y no de algún otro. Y, como tiene el ser por sí mismo, también tiene por sí mismo el poder”.
!Oh nuevo Aristóteles! Según este argumento, la sabiduría y la bondad también le pertenecen de manera propia al Padre, porque el saber y ser bondadoso, lo mismo que el ser y el poder, lo tiene de sí mismo y no de otro. Si me concede esto, y es evidente, ¿qué va a hacer con aquel maravilloso reparto en que asignaba al Padre el poder, al Hijo la sabiduría y al Espíritu Santo la bondad, y esto de manera propia y especial? Una misma y única cosa no puede pertenecer exclusivamente a dos personas y ser propia de cada una de ellas. Que escoja lo que quiera : otorgue al Hijo la sabiduría y se la quite al Padre ; o que se la dé al Padre y se la niegue al Hijo. Y que haga lo mismo con la bondad: atribúyasela al Espíritu Santo y no al Padre, o al Padre y no al Espíritu Santo. O cese en su empeño de convertir en nombres propios los que son comunes. Y al Padre, por el hecho de tener de sí mismo el poder, no se lo asigne como propiedad exclusiva ; de este modo no se verá obligado a atribuirle también la bondad y la sabiduría como propiedades personales, porque también las posee por sí mismo.
Pero demos un paso más y veamos qué teorías tiene nuestro teólogo sobre los misterios de Dios. Dice, como he indicado, que el poder pertenece al Padre y que la perfección y plenitud de ese poder consiste en gobernar y discernir. Al Hijo le atribuye la sabiduría, y explica que esa sabiduría no es el poder, sino un cierto poder de Dios, es decir, el poder de discernir. Tal vez teme hacer una injuria al Padre si atribuye al Hijo lo mismo que a Él, y como no se atreve a concederle todo el poder, le otorga la mitad.
Y lo explica con unos ejemplos: la capacidad de discernir, que es el Hijo, es un poder, lo mismo que el hombre es un animal o el sello de metal es metal. El poder de discernir, es decir, el Hijo, está relacionado con el poder de discernir y gobernar, que es el Padre, como el hombre con el animal o el sello con el metal. Escuchad sus palabras: “El sello de metal tiene que ser de metal y el hombre tiene que ser animal, y no al contrario. Lo mismo la sabiduría divina, que es poder de discernir, exige que sea un poder divino, y no al contrario”.
!Qué dices! Según tu comparación, y las otras anteriores, ¿por el hecho de ser Hijo también es Padre, es decir, que quien es Hijo es también Padre, aunque no al contrario? Si afirmas esto, eres un hereje, y si no lo afirmas, huelga la comparación.
¿Cómo buscas esas comparaciones tan complicadas y usas realidades tan ajenas y desproporcionadas? ¿Por qué insistes tanto, y las expones con tantas palabras inútiles? ¿Por qué las ponderas así, si no sirven para lo que pretendes, esto es, para que unos miembros de la comparación iluminen adecuadamente a los otros? Tu empeño y tu propósito es darnos a conocer, por medio de esta comparación, las relaciones entre el padre y el Hijo.
A tu juicio, quien dice hombre supone que es animal, y no viceversa. Según las normas de tu dialéctica, la especie presupone el género, pero el género no presupone la especie. Si comparas al Padre con el género y al Hijo con la especie, al admitir al Hijo debes admitir necesariamente al Padre, por la lógica de la semejanza. Pero no al revés. Si todo hombre es necesariamente animal, y no al contrario, el Hijo será necesariamente Padre, aunque no al revés.
Esto no te lo admite la fe católica, que rechaza ambas proposiciones ; ni el Padre es Hijo, ni el Hijo es Padre. El Padre es uno, y el Hijo es otro, aunque ambos sean una misma cosa. Con las expresiones “uno” y “otra cosa”, la fe auténtica distingue las propiedades personales y la unidad de la esencia. Así camina por la senda real del término medio, sin desviarse a la derecha confundiendo las personas, ni a la izquierda dividiendo la sustancia. Y si, por el mero hecho de existir, deduces que al existir el Hijo necesariamente existe el Padre, esto no dice nada en tu favor. La naturaleza de la relación exige que sea recíproca, y que la misma verdad se encuentre en ambas proposiciones.
Esto no sucede en la comparación que tú pones de género y especie, o del sello de metal y el metal. Por el simple hecho de existir se deduce clarísimamente que “si existe el Padre existe el Hijo, y si existe el Hijo existe el Padre”. Pero no podemos sacar la misma consecuencia recíproca entre el hombre y el animal, o entre el sello de metal y el metal. Es cierto que “si hay un hombre hay un animal; pero no es verdadera la proposición “si hay un animal hay un hombre”. Y, del mismo modo, donde hay un sello de metal hay un metal.
Ya sabemos que, según nuestro teólogo, en el Padre está la omnipotencia, y cierto poder en el Hijo. ¿Qué piensa del Espíritu Santo? “La bondad, dice, que designamos con el nombre del Espíritu Santo no es en Dios ni poder ni sabiduría”. “Yo veía a Satanás caer de lo alto como un rayo”. Así debería caer el que pretende grandezas que superan su capacidad. Vea, Santo Padre, qué escalones o qué precipicios se ha preparado este hombre para su propia ruina : la omnipotencia, media potencia y ninguna potencia.
Con sólo oírlo me horrorizo, y este horror es el mejor argumento para refutarle. Sin embargo, supero la turbación y aduzco un testimonio bíblico para rebatir la injuria al Espíritu Santo. En Isaías leo : “Espíritu de sabiduría, espíritu de fortaleza”. Bastan esas palabras, no para reprimir su audacia, sino para confundirla. !Oh lengua jactanciosa! Tal vez se te pueda perdonar la ofensa que infieres al Padre y al Hijo ; mas la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable. “El ángel de Dios aguarda con la espada para dividirte por medio”. ¿Cómo te atreves a decir que “el Espíritu Santo no posee el poder ni la sabiduría de Dios? Así se despeña el orgulloso cuando avanza demasiado.
Nada tiene de extraño que un hombre que no piensa lo que dice se adentre en los misterios de Dios y destroce sacrílegamente los tesoros más sagrados de la Religión. La misma fe y religión no le inspiran ningún sentimiento de respeto y reverencia. En el umbral mismo de su teología, por no decir “estultología”, dice que la fe es una opinión. !Cómo si cada uno pudiera pensar y hablar de ella a su gusto, o los misterios de nuestra fe dependieran de las opiniones inciertas y distintas de los hombres y no descansaran en la certeza de la verdad!
Si fluctúa la fe, ¿dónde se apoya nuestra esperanza? Nuestros mártires serían unos necios, que han sufrido tanto apoyándose en promesas inciertas y han aceptado un largo y cruel destierro a cambio de un premio mal asegurado. Dios nos libre de admitir la menor duda en nuestra fe o esperanza, como éste enseña. Todo se apoya en la verdad sólida e inmutable, tiene la garantía de los milagros y oráculos divinos, y recibe su firmeza y santidad del parto de la Virgen, de la sangre del Redentor y de la gloria del Resucitado. “Estos testimonios merecen plena confianza”. Además, “ese mismo Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios”.
¿Es posible que alguien se atreva a concebir la fe como una opinión, a no ser que no haya recibido aún este Espíritu, desconozca el Evangelio y tome todo por un cuento? “Yo sé en quién creo, y estoy muy seguro”, dice el Apóstol. ¿Y tú me susurras “que la fe es una opinión”? ¿Intentas ponerme en duda la realidad más cierta del mundo? Agustín piensa de muy otra manera: “La fe no es una conjetura ni una opinión que brota del corazón, sino un conocimiento muy cierto que se apoya en el testimonio de la conciencia”. Es imposible que la fe cristiana tenga unos horizontes tan mezquinos. Dejemos estas opiniones para los filósofos, cuya norma es dudar de todo y no saber nada. Yo hago mío, con plena confianza, el pensamiento del Doctor de las gentes, y estoy convencido de no engañarme.
!Cuánto me agrada su definición de la fe, aunque no sea del gusto de este teólogo! “La fe es anticipo de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven”. Dice que es “anticipo de lo que se espera”, y no un fantástico tejido de conjeturas. Ya lo oyes: es algo sustancial. Por tanto, no puedes opinar o discutir a tu capricho, ni dejarte llevar de aquí para allá, en alas de tu parecer o por los caminos del error. La palabra “sustancia” indica una cosa cierta e inmutable; algo encerrado en unos límites claros y bien definidos. La fe no es una opinión, sino una certeza.
Fijaos bien en esto otro. Omito aquello que dice que Jesús no tuvo el espíritu del temor del Señor ; que en el cielo no existe el temor puro del Señor ; que, después de la consagración del pan y del vino, los accidentes permanecen en el aire ; que los demonios usan hierbas y piedras para producir en nosotros diversas sugestiones, porque con su refinada malicia conocen las propiedades de cada cosa para excitar e incitar al pecado , que el Espíritu Santo es el alma del mundo ; que el mundo, según dice Platón, es un animal muy noble, porque tiene un alma muy excelente, el Espíritu Santo. Se empeña en cristianizar a Platón, y lo que hace es volverse él un pagano. Dejo todas estas cosas a un lado y me limito a las más importantes, y no con la intención de responder a todas, pues necesitaría escribir gruesos volúmenes. Hablaré de lo que no puedo callar.
Este hombre temerario, cuyo afán es escudriñar los arcanos de la majestad divina, trata del misterio de nuestra redención. Lo hace, sobre todo, en un libro de las Sentencias y en una explicación de la Carta a los Romanos. Y en las primeras líneas afirma que todos los doctores de la Iglesia piensan lo mismo. Él lo expone y lo desprecia, orgulloso de poseer otra interpretación mucho mejor, sin tener en cuenta el mandato del sabio: “No remuevas los linderos antiguos que colocaron nuestros Padres”. “Tengamos en cuenta, dice, que todos nuestros doctores, inspirados en los Apóstoles, coinciden en esto: el diablo tenía dominio y potestad sobre el hombre, y era dueño legítimo, porque con la libertad de albedrío consintió libremente a las sugestiones diabólicas. Y la razón que dan es ésta: el que es vencido por otro se hace esclavo del vencedor. Por eso, afirman los doctores, fue necesario que se encarnara el Hijo de Dios, para que el hombre, que no podía liberarse a sí mismo, recuperara la libertad por la muerte del inocente. Pero yo creo que ni el diablo tuvo jamás derecho alguno sobre el hombre, excepto el que el Señor le concedió al hacerle su carcelero, ni el Hijo de Dios se encarnó para devolver al hombre la libertad”.
¿Qué es lo más intolerable de estas palabras: la blasfemia o la arrogancia? ¿Qué es más digno de castigo: su temeridad o su irreverencia? ¿No sería mejor cerrar esa boca a fuerza de golpes que con razones? ¿No es lógico que se levanten todos contra quien a todos insulta? ¿Qué teoría tan extraordinaria nos traes? ¿Has encontrado algo más sutil? ¿Has tenido una revelación especial, desconocida de los santos y de los sabios? Me parece que nos ofreces agua robada y panes escondidos.
1 Pero dinos, dinos, por favor, eso que sólo tú conoces. ¿Con que el Hijo de Dios no se hizo hombre para librar al hombre? Ciertamente, esto sólo se te ha ocurrido a tí. Y tú sabrás en qué te apoyas para afirmarlo. Porque no lo has recibido del sabio, ni del profeta, ni del Apóstol, ni menos aún del mismo Señor. El Doctor de los gentiles recibió del Señor lo que nos ha transmitido. El Maestro por excelencia afirma que su doctrina no es suya: “las cosas que yo os digo no las digo como mías”. Tú, en cambio, nos transmites algo que es tuyo, propio, y que no aprendiste de nadie. El que dice mentiras las saca de su interior.
Quédate, pues, con lo tuyo. Yo prefiero escuchar a los profetas y Apóstoles, y obedecer al Evangelio; pero no a este evangelio de Pedro Abelardo. ¿Vas a inventar un nuevo evangelio? La Iglesia no admite un quinto evangelista. La ley, los profetas, los Apóstoles y varones apostólicos, todos a una nos enseñan lo que tú eres al único en negar: que Dios se hizo hombre para liberar al hombre. Aunque viniera un ángel y nos dijera lo contrario !fuera con Él!
SEGUNDA PARTE
Tú no aceptas la doctrina de los doctores que han enseñado
después de los Apóstoles, porque eres más docto que todos tus maestros. Ni te
sonroja afirmar que todos tienen una misma opinión y se oponen a la tuya. Es
inútil que te recuerde su fe y su enseñanza, pues las rechazas de
antemano. Prefiero citar a los profetas. El Señor, por labios de un
profeta habla a Jerusalén, como tipo del pueblo rescatado, y le dice: “No
temas, yo te salvaré y te libraré” ¿De qué poder? Tú no quieres que
el demonio tenga o haya tenido poder sobre el hombre. Tampoco yo. Pero, aunque
tú y yo no lo queremos, no por eso deja de tenerlo. Y, si tú no confiesas ni
reconoces esto, lo aceptan y proclaman “los redimidos por el Señor, los que Él
rescató de la mano del enemigo”. Y, si tú no estuvieras bajo el poder del
demonio, tampoco lo negarías. Si no has sido rescatado, no puedes dar
gracias con los redimidos. Pues, si te supieras redimido, reconocerías al
Redentor y no negarías la redención. Quien no se siente cautivo no busca a su
redentor. En cambio, los que sienten “gritaron al Señor, y Él los escuchó y los
arrancó del enemigo”.
Advierte
quién es este enemigo: “Los rescató de la mano del enemigo, los reunió de todos
los países”. Pero antes fíjate en el que los reúne, Jesús, de quien
profetiza Caifás en el Evangelio que debe morir por su nación. Y el evangelista
añade: “Y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios
dispersos”. ¿Por dónde estaban dispersos? Por todo el mundo. Así
pues, “a los que rescató los reunió de todos los países”. Y no los puede
reunir si antes no los rescata. Porque estaban dispersos y cautivos, los
rescató y los reunió. “Los rescató de la mano del enemigo”. El enemigo es uno
solo, y los países son muchos. No los reunió de un solo país, sino “de todos
los países, norte, sur, oriente y occidente”.
¿Quién es
este príncipe tan poderoso que no dominó solamente a una nación, sino a
todas? Aquel, sin duda, de quien otro profeta dice que absorbe sin
intimidarse todas las aguas del río, esto es, del género humano. Y confía
que el Jordán, es decir, los elegidos, vendrán a parar a su boca. Dichosos los
que son tragados y expulsados, los que entran y vuelven a salir.
Es posible
que no creas tampoco a los profetas, que tan abiertamente pregonan el dominio
del demonio sobre el hombre. Vayamos a los Apóstoles. Tú dices que no
estás de acuerdo con los sucesores de los Apóstoles. Eso quiere decir que
aceptas las palabras de un Apóstol si te dice algo sobre el particular.
Escucha: “puede que Dios les conceda enmendarse y comprender la verdad;
entonces recapacitarán y se zafarán del lazo del diablo, que ahora los tiene
cogidos y sumisos a su voluntad”. Aquí tenemos a Pablo, diciéndonos que
los hombres están cautivos del diablo y sometidos a su voluntad”. Si
están sometidos a su voluntad, imposible negarle que tiene poder sobre ellos.
Y, si tampoco crees a San Pablo, acudamos al mismo Señor, para que le oigas y
quedes tranquilo.
Como
sabemos, llama al diablo “jefe de este mundo, fuerte armado, y amo de los
enseres de la casa”. ¿No quiere decir con esto que tiene poder sobre los
hombres? ¿No crees que la palabra “casa” significa el mundo, y los
“enseres” los hombres? Si el mundo es la casa del diablo y los hombres
sus enseres, es indudable que tiene poder sobre los hombres. El
Señor dijo a los que le prendían: “Ésta es vuestra hora, cuando mandan las
tinieblas”. Este poder lo conocía muy bien el que dijo: ”Él nos sacó del
dominio de las tinieblas para trasladarnos al Reino brillante de su Hijo”.
El Señor confesó que el diablo tenía poder sobre él, lo mismo que Pilato, que
era su instrumento: “No tendrías autoridad alguna para actuar contra mí
si no te fuera dada de arriba”. Si este poder se ha ejercido con tanto rigor
contra el leño verde, con más libertad habrá actuado en el seco.
Por lo
demás, no creo que nuestro autor piense que es injusto este poder que viene de
Dios. Reconozca que el diablo tiene poder, y un poder justo sobre los hombres.
Y así comprenderá que el Hijo de Dios se encarnó para librar a los
hombres. El poder del diablo es justo, no así su voluntad. No fue justo
el diablo al usurpar el poder, ni el hombre que dio motivo para ello, sino que
el Señor lo permitió. Es la voluntad, no el poder, lo que hace a un hombre justo
o injusto. Por eso, este derecho del diablo sobre el hombre no lo posee en
justicia, sino que lo usurpó injustamente; pero ha sido muy justamente
permitido. El hombre quedó cautivo con todo derecho, pero la justicia no reside
en el hombre ni en el diablo, sino en Dios.
Tenemos, pues, al hombre reducido justamente a
servidumbre y misericordiosamente librado. Tan inmensa es esta
misericordia, que no falta la justicia en esta obra de liberación. Tan
misericordioso fue el libertador, que utilizó los medios más oportunos y no se
enfrentó al invasor armado de poder, sino de justicia. ¿Podía hacer algo
el hombre, esclavo del pecado y cautivo del demonio, para recuperar la justicia
perdida? Carecía de la suya propia, pero se le aplicó la ajena. Sucedió así: vino
el príncipe de este mundo y no encontró nada suyo en el Salvador. Pero puso sus
manos en el inocente, y por eso perdió, con toda justicia, a los que tenía bajo
su dominio. El que no tenía deuda alguna con la muerte aceptó la injuria de
morir, y en justicia libró a los que estaban condenados a la muerte y al poder
del demonio.
¿Con qué
justicia puede exigirse esto de nuevo al hombre? Si el hombre era el
deudor, el hombre pagó la deuda. Porque, “si uno murió por todos, todos han
muerto”. La satisfacción de uno se aplica a todos, porque uno cargó con los
pecados de todos. No cabe afirmar que uno delinquió y otro reparó el pecado,
porque la cabeza y el cuerpo son uno solo y único Cristo. La cabeza ha
satisfecho por los miembros, Cristo, por sus propias entrañas. Así lo proclama
el Evangelio de Pablo, que desmiente a Pedro Abelardo: “murió por
nosotros, nos dio vida con él, perdonando todos nuestros delitos, cancelando el
recibo que nos pasaban los preceptos de la Ley ; éste nos era contrario, pero
Dios lo quitó de en medio clavándolo en la cruz y destituyendo a las soberanías
y autoridades”.
¡Dios quiera que yo sea parte de ese botín
arrebatado a los enemigos y pase a ser propiedad del Señor! Si me
persigue Labán y me reprocha que le he abandonado secretamente, sepa que fui a
él a escondidas, y a escondidas lo dejé. Un pecado oculto se sometió a
él, y una justicia más misteriosa aún me libró. Si pude ser vendido
gratuitamente, ¿no podré ser rescatado también gratuitamente? Si Asur me tiranizaba
injustamente, es inútil que pida explicaciones de mi huida. Si me dice: “tu
padre te esclavizó”, yo le responderé: “y mi hermano me rescató”. Si se me
imputa el delito de otro, ¿por qué no puedo compartir la justicia de otro? Uno
me hizo pecador y otro me libra del pecado; el primero por generación y el
segundo por la sangre. Si se comunica el pecado por nacer de un pecador, mucho
más la justicia por la sangre de Cristo.
Tal vez me
diga: “La justicia sea para quien le pertenece, ¿qué parte tienes tú en
ella? De acuerdo. Y la culpa sea del que la cometió: ¿qué tiene que ver
conmigo? “Sobre el justo recaerá la justicia, sobre el malvado recaerá la
maldad”. No está bien que el hijo cargue con la maldad de su padre y no
comparta la justicia de su hermano. Por tanto: “por un hombre vino la muerte”,
y por otro hombre la vida. “Lo mismo que todos mueren por Adán, así todos
recibirán la vida por Cristo”. Tan solidario soy de éste como de
aquél. De aquél, por la carne, y de éste, por la fe. Si aquél me infectó con su
concupiscencia original, también se ha derramado sobre mí la gracia de
Cristo. ¿Qué queda ya en mí del pecador? Si se me aduce la
generación, presento mi regeneración, con la diferencia de que una es
espiritual, y la otra, carnal. La equidad no consiente comparación alguna entre
ellas, porque el espíritu es superior a la carne; cuanto mejor es la
naturaleza, más valiosas son sus obras. Las ventajas del segundo nacimiento
superan con creces a los males del primero.
Es verdad
que me alcanzó el pecado, pero también me alcanzó la gracia. “Y no hay
proporción entre el delito y la gracia que se otorga; pues el proceso, a partir
de un solo delito, acabó en sentencia condenatoria; mientras la gracia, a
partir de una multitud de delitos, acabó en amnistía”. El pecado procede
del primer hombre, y la gracia “desciende del cielo”. Ambas cosas nos vienen de
nuestros padres: el pecado, del primer padre; y la gracia, del Padre celestial.
Si el nacimiento terreno pudo perderme, con mayor razón me conservará el
celestial.
No temo
que me rechace el Padre de los astros después de haber sido arrancado del
dominio de las tinieblas y gratuitamente justificado en la sangre de su Hijo.
“Si Dios perdona, ¿quién se atreverá a condenar?” El que se compadece del
pecador nunca condenará al justo. Me llamo justo, pero con justicia. ¿Qué
justicia es ésta? “El fin de la ley es el Mesías y con esto rehabilita a todo
el que cree”. Además: “Fue constituido por Dios Padre como fuente de nuestra
justicia”. La justicia que ha sido hecha por mí, ¿no va a ser mía?
Si participo en el pecado ajeno, ¿por qué no en la justicia que otro me
concede? Yo estoy mucho más satisfecho por habérseme dado que si fuera
connatural en mí. “Esto sería motivo de complacencia, pero no ante Dios”.
Lo otro, en cambio, que realiza eficazmente mi salvación, me impulsa a
complacerme exclusivamente en el Señor. “Aunque fuera justo, dice la
Escritura, no levantaría la cabeza”, no sea que me digan: “¿Qué tienes que no
hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como
si nadie te lo hubiera dado?”.
Ésta es la justicia que recibe el hombre por
la sangre del Redentor. Pero este hombre engreído y burlón está empeñado en
destrozarlo todo. Y enseña que si el Señor de la gloria “se anonadó”, se hizo
inferior a los ángeles, nació de una mujer, vivió en este mundo, experimentó la
enfermedad, padeció horribles tormentos y murió en una cruz antes de volver a
su casa, lo hizo únicamente para dar a los hombres un ejemplo de vida con sus
palabras y sus obras, e indicarles, con su pasión y muerte, la grandeza de su
amor. Enseñó la justicia, pero no la dio. Mostró su amor, pero no lo
infundió. ¿Y así volvió a su casa? ¿En qué consiste “ese gran
misterio que veneramos, en el que se manifestó como hombre, fue justificado por
el Espíritu, contemplado por los ángeles, proclamado entre los paganos, creído
en el mundo y elevado a la gloria?”
!Oh doctor
incomparable, que comprende los arcanos de Dios y hace fácil y accesible a
todos los más grandes misterios y el secreto escondido desde el origen de las
edades! Con sus falacias, todo lo hace tan asequible y evidente,
que cualquiera puede comprenderlo, hasta los profanos y pecadores.
!Cómo si la sabiduría divina no pudiera ocultar, o hubiera olvidado lo que ella
misma prohibió, y diera lo sagrado a los perros, y las perlas a los
cerdos! No, no es eso. “Se manifestó como hombre, pero lo
rehabilitó el espíritu”, para que sólo los hombres de espíritu alcancen las
realidades espirituales, y el hombre, por su sola naturaleza, sea incapaz de
percibir el Espíritu de Dios, y nuestra fe no se apoye en la elocuencia de las
palabras, sino en el poder de Dios. Por eso ha dicho el Salvador: “Bendito
seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, si has escondido estas cosas a
los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla”. Y el Apóstol
añade: “Si la buena noticia que anunciamos sigue velada, es para los que se
pierden”.
Fijaos, os
ruego, cómo se mofa este hombre de todo cuanto procede del Espíritu de Dios,
porque le parece necedad ; cómo insulta al Apóstol, que proclama el misterio de
la sabiduría de Dios ; cómo impugna el Evangelio, y cómo blasfema contra
el Señor. Sería mucho más sensato que creyera humildemente lo que es incapaz de
comprender y no se atreviera a hablar y a escarnecer un misterio tan
sagrado. Es imposible discutir todas las insensateces y calumnias que acumula
contra los designios de Dios. Citaré algunas, a título de ejemplo: “Puesto que
Cristo rescató sólo a los elegidos, dice él, ¿cómo es que el diablo ejercía
mayor imperio que ahora sobre ellos, en esta vida y en la futura?”
Nuestra respuesta es que, precisamente porque los elegidos estaban bajo el
poder del maligno y, como dice el Apóstol, “los tenía sumisos a su voluntad”, fue
necesario un libertador para que se realizara en ellos el designio de
Dios. Y para que disfrutaran de libertad en la otra vida era preciso
concedérsela en la actual.
Después
añade: “¿Atormentaba el demonio al pobre que descansaba en el seno de Abrahán
como lo hacía con el rico que estaba condenado? ¿Tenía algún poder
incluso sobre Abrahán y los elegidos?” No. Pero lo habría
tenido si no hubieran adquirido la libertad creyendo en el que había de venir,
como se dice del mismo Abrahán: “Abrahán creyó al Señor y quedó justificado”.
“Abrahán gozaba esperando ver este día, ¡y cuanto se alegró al
verlo!” En consecuencia, la sangre de Cristo caía ya como rocío sobre
Lázaro, y le libraba del ardor de las llamas, porque creía en el que iba a
morir.
Y lo mismo
debemos pensar de los elegidos de aquella época. Todos nacieron, como nosotros,
bajo el dominio de las tinieblas por el pecado original; pero, antes de morir,
fueron liberados por la sangre de Cristo. Lo dice la Escritura: “Los
grupos que iban delante y detrás gritaban: ¡Viva el Hijo de David!
¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Así pues, la muchedumbre de
los elegidos aclamó a Cristo antes de hacerse hombre, y cuando vivió como
hombre. Los que vivieron antes que Él no alcanzaron una bendición plena y
colmada, porque esta prerrogativa estaba reservada para el tiempo de la gracia.