Tal perversidad merece no una ira momentánea, sino un odio eterno, porque deseas y pretendes equipararte a tu dulcísimo y altísimo Señor. Él tiene que aguantarte y no te despide de su vista, pudiendo hacerlo. Prefiere soportar lo que le desagrada a sufrir tu ruina. No le cuesta nada hundirte; pero tú piensas que su condescendencia no puede permitirlo. Si Dios es tal y como tú piensas, tu perversión y tu falta de amor son enormes. Y si Él prefiere sufrir algo contra sí mismo antes de ocasionarte algún mal, ¡qué malicia tan enorme la tuya y qué insensible eres con ese Señor que, al perdonarte, no se perdona a sí mismo!
A pesar de todo, su perfección no le impide ser bueno y justo a la vez; como si no pudiera ser al mismo tiempo bueno y justo. La bondad auténtica se apoya en la justicia, no en la debilidad. Aún más, la dulzura sin la Justicia no es virtud. Eres un ingrato, porque existes gracias a la bondad gratuita de Dios; en ella has sido creado gratuitamente. No temes la justicia que todavía no has experimentado; y te entregas apasionado a la maldad, de la que falsamente pretendes quedar impune. Ya llegará el momento en que experimentarás cuán justo es Aquel que has conocido como bueno. Entonces caerás en la fosa que preparaste para tu Creador. Tramas una ofensa. Él la podría esquivar si quisiera. Mas, según tus criterios, es incapaz de quererlo. Y su bondad le impide castigar.
El Dios justo, que ni puede ni debe permitir que su bondad sea impunemente ofendida, hará caer, con toda justicia, todo el peso e tu maldad contra ti. Pero moderará de tal modo la sentencia dada en su propia defensa, que, si quieres enmendarte, no te negará el perdón. Sin embargo, dada tu obstinación y tu corazón impenitente, no podrás querer. Cargarás siempre con el castigo.
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