Capítulo 52
Dice el apóstol Juan: No digo que se ore por uno como éste. Entonces tú, apóstol, ¿quieres que se desespere? Todo lo contrario; que el que le ama, ore. No piense en orar, pero tampoco deje de llorar. ¿Qué estoy diciendo? ¿Quedará algún resquicio de esperanza allí donde la oración ya no tiene sentido? Escucha a alguien que cree y espera, pero que ya no ora: Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. ¡Qué fe tan enorme! Cree que el Señor, de haber estado allí, habría podido impedir la muerte con su presencia. Y ahora, ¿qué? Lejos de nosotros pensar que quien creyó al Señor capaz de conservar vivo a Lázaro dude de que pueda resucitarlo una vez muerto. Pero así y todo, dice, sé que Dios te dará lo que le pidas. Luego responde al Señor que le pregunta dónde le pusieron: ven a verlo. ¿Para qué? Marta, nos das un maravilloso testimonio de fe. Pero ¿cómo desconfías con tanta fe? Ven a verlo, le dices. Si no desconfías, ¿por qué no continúas y dices: "y resucítalo"? Si desconfías, ¿por qué cansas inútilmente al Maestro? ¿Es que la fe consigue algunas veces lo que la oración no se atreve a pedir? Por último, cuando se acerca al cadáver, le paras y le dices: Señor, ya huele mal; lleva cuatro días. ¿Dices esto por desconfianza o con disimulo? También el Señor resucita o fingió ir más lejos, cuando lo que quería era quedarse con los discípulos.
¡Oh santas mujeres, amigas de Cristo! Si amáis a vuestro hermano, ¿por qué no pedís con repetidas instancias la misericordia del Señor, si no podéis dudar de su omnipotencia ni de su clemencia? Y responden: aunque parece que no oramos, de esta forma oramos mejor. Si a primera vista desconfiamos, de hecho confiamos con mayor intensidad. Testimoniamos la fe, ofrecemos el amor. Él no necesita que se le diga cosa alguna; sabe lo que deseamos. Sabemos que todo lo puede, pero este milagro tan grande, único e inaudito, aunque está en sus manos, excede en mucho los méritos de nuestra humildad. A nosotras nos basta con abrir el paso a su poder y prestarle una ocasión a la piedad, prefiriendo la esperanza paciente en lo que Él quiera al intento temerario de conseguir lo que tal vez no quiere. En fin, pensamos que la modestia debe suplir la laguna de nuestros méritos. Después de la grave caída de Pedro, percibo sus sollozos, no su oración; y, sin embargo, no dudo del perdón.
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