Capítulo 39
El monje que no cuida de sí mismo, controla curiosamente a los demás. A los que ve superiores a él, los estima un poco; pero a los que considera inferiores, los desprecia. En los primeros ve cosas por las que se come de envidia; en los segundos, actitudes que le provocan irrisión. De aquí se sigue que el espíritu, zarandeado por esa incesante movilidad de los ojos, y totalmente ajeno al cuidado de sí mismo unas veces quiere encumbrarse por la soberbia y otras queda abatido hasta lo más profundo por la envidia. Tan pronto está lleno de maldad y se consume de envidia, para después reírse como un niño ante su propia gloria. La primera actitud respira maldad; la segunda, vanidad ; y ambas, soberbia. Porque el amor de la propia gloria es lo que le hace sentir dolor por lo que le supera y alegría de sentirse superior.
Estos cambios de espíritu los manifiesta en el modo de hablar: unas veces es lacónico y mordaz; otras, locuaz y vano. Ahora revienta de risa, luego estalla en llanto, y siempre es un irreflexivo. Si quieres, compara estos dos grados de soberbia con los últimos de humildad fíjate cómo en el último se cercena la curiosidad; y en el penúltimo, la ligereza. Lo mismo observarás en los restantes grados si los comparas entre sí. Pero pasemos ya a explicar el tercer grado sin caer en él.
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