Que quien ama la maldad, aborrece su alma y su cuerpo y de la infructuosa penitencia después de la muerte.
Hará fuerza a alguno, quizás, aquello del salmo: el que ama la iniquidad aborrece su alma. Pero yo digo también, que aborrece su cuerpo. ¿Por ventura no lo aborrece, el que va adquiriendo cada día cúmulos de infierno para sí y atesora la ira de Dios a medida de su dureza y corazón impenitente en el día de la venganza? Sin embargo, este odio así del alma, como del cuerpo, no está en el afecto, sino antes del mismo. También aborrece su cuerpo el frenético, cuando sepultada la deliberación de la razón, trabaja en echar las manos contra sí mismo. Pero, ¿hay acaso más grave frenesí, que la impenitencia del corazón y la obstinada voluntad de pecar? Verdaderamente echa las malvadas manos contra sí mismo y no al cuerpo, sino al alma, despedaza y corroe. Si has visto a un hombre rascar las manos y restregarlas hasta hacerse sangre, has observado una imagen evidente del alma que peca. Cede aquel deleite al dolor y al prurito le sigue el tormento. Ni esto lo ignoraba él, sino que no hacía caso de ello cuando se rascaba. De este modo despedazamos, enconamos, las infelices almas. La gravedad es mayor cuanto más excelente es una criatura espiritual y mayor la dificultad en curarse. Tampoco hacemos esto con ánimo expreso de hacer daño al alma, sino adormecidos con un cierto pasmo de la insensibilidad interior. Pues, estando el corazón derramado, no siente los daños interiores, porque ni él está dentro sino quizás en el vientre o en un lugar más inoportuno y bajo. En fin, el corazón de unos está en los platos y el de otros en las bolsas. En donde está tu tesoro, dice, allí está también tu corazón. Mas ¿qué maravilla es, que no sienta su propia lesión el alma en modo alguno, si olvidada, y enteramente ausente de sí misma, se fue a una región remota? Tiempo llegará en que vuelta a sí misma, conocerá qué cruelmente, por una miserable caza, se sacó las entrañas a sí mismo. Pues ni aún eso podía sentir, cuando acechando con un insaciable deseo la vil presa de unas moscas, parecía tejer las redes, al modo de las arañas de sus entrañas mismas.
Pero sucederá, que volverá a sí misma, a lo menos después de la muerte, cuando las puertas todas del cuerpo, por las cuales acostumbraba salir a vaguear por fuera, y ocuparse inútilmente en esta figura del mundo que pasa, serán cerradas, para que precisamente permanezca en sí, no pudiendo salir por ninguna parte de sí misma. Mas esta vuelta, en verdad, será la cosa más triste y una miseria sempiterna, cuando podrá existir penitencia pero no hacerse penitencia. Porque donde faltare el cuerpo, no habrá acción alguna: en donde no hubiere acción alguna, tampoco se podrá dar alguna satisfacción. Por lo cual el tener penitencia, es ciertamente tener dolor, mas el hacer penitencia, es remedio del dolor. A quien ya entonces no tiene manos, no le será posible jamás levantar al cielo el corazón con las manos. Así, quien antes de la muerte no volviere a sí mismo, es necesario que permanezca en sí mismo eternamente. Pero ¿en cuál él mismo? Cual se haya hecho él a sí mismo en esta vida, se encontrará al salir de la misma. Algunas veces será peor pero mejor jamás. Tiene que volver a tomar este mismo cuerpo que ahora deja, pero no para penitencia, sino para penurias, pues entonces, sin duda, parecerá ser el cuerpo en alguna manera de la misma condición que el pecado, de suerte que, así como la culpa podrá ser castigada siempre, no pudiendo con todo eso ser expiada jamás, así nunca se acabarán los tormentos en el cuerpo, sin que pueda aniquilarse el mismo cuerpo en sus tormentos. Justamente pues, ejercerá su rigor una sempiterna venganza, porque eternamente no se podrá borrar la culpa ni la sustancia del cuerpo llegará a faltar jamás, para que igualmente jamás falte su aflicción. Hermanos míos, el que se llena de horror a la idea de estas cosas, se precave de ellas con tiempo. El que no hace caso, viene a caer en ellas.
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