Capítulo 21
LA BEBIDA
No puedo ni sugerir que nos contentemos con beber agua, cuando ni siquiera soportamos beber el vino mezclado con agua. Porque todos sin excepción, en cuanto nos hicimos monjes, por lo visto comenzamos a padecer del estómago, a juzgar por nuestra fidelidad en cumplir el consejo tan oportuno del Apóstol acerca del vino. Pero no sé por qué nos olvidamos del adverbio con que matiza su frase: "móderamente". Y ojalá nos limitáramos a beber el vino sin mezclarlo, por selecto que sea. Vergüenza da decirlo; pero más bochornoso es hacerlo que decirlo. Y si nos sonroja el escucharlo, avergoncémonos también de no enmendarnos.
Cuando te sientes a la mesa, podrás observar cómo un monje devuelve tres o cuatro tazas medio llenas, después de haber olfateado diversos vinos sin beberlos, pero probados ya casi sin rozarles los labios, como un consumado catador que con experta rapidez elige al fin el más fuerte y exquisito. Los días de solemnidad ha llegado a imponerse en algunos monasterios la costumbre de beber en el refectorio vinos rociados de miel y espolvoreados con especias. ¿También esto lo hacen por debilidad del estómago? Seamos sinceros; se trata solamente de poder beberlo en abundancia y paladearlo con mayor deleite.
Cuando ya las venas se hinchan con tanto vino y el pulso martillea en las sienes, ¿qué puede hacer el que se levanta de la mesa en esas condiciones sino echarse a dormir? Pero luego no le obligues a que se levante a vigilias, porque no arrancarás de él melodía alguna, sino suspiros.
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