Debes advertir también la suavísima armonía, la conexión que existe entre las virtudes y su mutua interdependencia. Ahora mismo acabas de contemplar a la prudencia como madre de la fortaleza. Y lo que no nace de la prudencia será una osadía de la temeridad, no un impulso de la fortaleza. Es también la prudencia quien, haciendo de mediadora entre lo voluptuoso y lo necesario, los mantiene dentro de sus propios límites; porque asigna y proporciona lo que basta para satisfacer las necesidades, pero corta todo exceso al deleite. Así nace una tercera virtud, a la que llamamos templanza.
Y es precisamente la consideración quien nos permite descubrir la intemperancia, tanto si nos empeñamos en privarnos de lo necesario como en regalarnos con nuestros caprichos. Porque no consiste la templanza únicamente en abstenernos de lo superfluo, sino también en concedernos lo necesario. El Apóstol, además de secundar esta idea, es su propio autor, cuando nos dice que cuidemos de nuestro cuerpo, pero sin darnos a sus bajos deseos. Al pedirnos que no andemos solícitos por la carne nos prohíbe apetecer lo superfluo; y al añadir: dando pábulo a los bajos deseos, no excluye que busquemos lo necesario. Por eso pienso que no será absurdo definir la templanza como la virtud que no se queda más acá ni va más allá de lo necesario, según aquello del filósofo: ne quid nimis.
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