Advertencia

Este blog ha sido diseñado para que pueda realizarse una lectura, de un texto de San Bernardo, cada día del año. No obstante, en esta fase se unificarán progresivamente los capítulos para que también puedan leerse como pequeños libros completos. Igualmente se añadirán las cartas de San Bernardo, que nos permitirán hacernos una idea cronológica de en qué época y circunstancias fueron hechos tanto los escritos como los sermones (están en un blog aparte)

domingo, 11 de noviembre de 2012

APOLOGÍA AL ABAD GUILLERMO: CAPÍTULO XXVII


Capítulo 27

LA INHIBICION DE LOS ABADES    

      La Regla dice que el maestro se hace responsable de todos los delitos de sus discípulos, y el Señor amenaza por su profeta a los pastores con pedirles cuenta de la sangre de los que mueren en pecado. Por eso me asombra ver que nuestros abades consientan tantas cosas. Pero es que, por otra parte, y lo digo con toda franqueza, ¿quién puede tener coraje para reprender a otros cuando tampoco él se ve irreprochable? Efectivamente, comprendo que es muy humano no enfrentarse a los demás por cosas en las que uno condesciende consigo mismo. Pero lo voy a decir, sí; me parece muy duro, mas debo decir la verdad. ¿Será posible que la luz del mundo se haya hecho tiniebla? ¿Cómo es que la sal se ha vuelto sosa? Los que con su vida debieran haber sido sendero hacia la vida, han pasado a ser ciegos que guían a otros ciegos por el ejemplo de soberbia que brindan con sus obras.
LA SUNTUOSIDAD DE LAS CABALGADURAS 
     Voy a callar muchas cosas. Pero ¿qué ejemplo de humildad nos pueden dar ellos cuando viajan haciendo ese alarde de séquitos majestuosos y de nutrida caballería, acompañados y servidos por tantos criados de acicaladas pelucas, hasta el grado de que el acompañamiento de un solo abad podría muy bien ser suficiente para dos obispos?
   Miento si no vi con mis propios ojos a un abad que llevaba en su comitiva más de sesenta caballos. Dirías, al verlos pasar, que no son padres de un monasterio, sino señores de un castillo; que no parecen maestros espirituales, sino dueños de provincias enteras. Ordenan llevar consigo manteles, vasos, platos, candelabros y maletas que revientan, no porque vayan llenas de simples colchas, sino de lujosos adornos para sus lechos. Son incapaces de alejarse apenas cuatro leguas de sus casas sin movilizar todo su equipaje; como si se pusiera en marcha un ejército o tuvieran que atravesar un desierto en el que no iban a encontrar ni lo más indispensable. ¿Es que no pueden usar el mismo vaso para beber el vino y para echar agua en sus manos? ¿Es que no vas a pegar ojo si no te acuestas sobre varios colchones y no te cubres con los cobertores más caprichosos? ¿Es que no puede servirte un mismo criado para atar el caballo, servir la mesa y preparar las camas? ¿Por qué no llevamos con nosotros todo lo necesario para esa caterva de criados y caballos? Así aliviaríamos al menos la sobrecarga de tanta molestia para nuestras hospederías.

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