CAPÍTULO IV
Que el honor, y decoro de las dignidades eclesiásticas no consiste en el esplendor exterior, sino en la hermosura de las costumbres y virtudes.
Honréis pues vuestro ministerio, no con la pompa de los vestidos, no con el fausto de caballos, no con la suntuosidad de los edificios, sino con arregladas costumbres, con ejercicios espirituales, con buenas obras. ¡Cuántos hay que hacen esto de otro modo muy diferente! Se ve en algunos sacerdotes muchísimo adorno en los vestidos y ninguno o muy corto en las virtudes. De las cuales, si yo les trajere a la memoria aquello del Apóstol: No en vestido precioso, temo, que se enojen, teniendo por cosa indigna, que se usurpe contra ellos una sentencia, que reconocerán haberse pronunciado antes contra un sexo y orden menos estimable. Como si los médicos no usaran de un mismo hierro para sajar a los reyes que a los demás hombres, o se hiciera injuria a la cabeza, cortando sus cabellos con las tijeras mismas con que se cortó lo superfluo de las uñas. Pero, si se desdeñan de ser heridos, no por mi sino por el Apóstol, con igual sentencia que unas flacas mujeres, desdénñense también de envolverse en la misma culpa que ellas. Tiendan menos a gloriarse en las obras de las tejedoras y de las que adornan las pieles y no en las obras propias. Tengan horror también en cubrir con aquellas delicadas y encarnadas pieles, que llaman guantes, las manos sagradas que consagran los tremendos misterios. Absténganse igualmente de aplicarlas al pecho, que con más decencia le adorna la perla de la sabiduría. Tengan vergüenza de rodear con ellas el cuello, que más honesta y suavemente se somete al yugo de Cristo. No son estas las llagas de Cristo, que a ejemplo de los mártires pueden ellos llevar en su cuerpo. Mas bien se reputan, y son consignas mujeriles, que sin duda con mucha curiosidad y gusto acostumbraron ellas a preparar para si, poniendo el pensamiento ciertamente en las cosas que son del mundo y de qué modo agradarán a sus esposos.
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