QUE LOS MÁS PRINCIPALES, Y MÁS DIGNOS ORNATOS DE UN PRELADO SON LA CASTIDAD, LA CARIDAD Y LA HUMILDAD.
Esté lejos de Vos, Reverendísimo Padre, esté lejos de Vos, vuelvo a decir, el pensar que se haya de honrar vuestro ministerio en estas cosas, que acabamos de notar. A la verdad, parecen honoríficas, pero al ojo que mira en lo exterior, no al que mira en lo oculto. Porque las cosas que se ven en lo oculto, no aparecen teñidas de color alguno, y sin embargo son dignas de verse: con ningún sabor están aderezadas, y con todo eso son muy dulces. En ninguna cumbre están elevadas y en medio de eso son exceslsas. Ciertamente la castidad, la caridad, la humildad no tienen color alguno, mas no por eso dejan de tener hermosura; ni es su hermosura mediana, cuando puede deleitar también a los ojos divinos. ¿Qué cosa más hermosa que la castidad, pues hace limpio a quien está concebido de sangre inmunda, hace un doméstico de un enemigo, y en fin, un Ángel de un hombre? Se distinguen ciertamente entre sú un Ángel y un hombre casto, pero en felicidad, no en virtud. Aunque es más feliz aquella castidad, sin embargo esta se reconoce más fuerte. Sola es la castidad, la que en este tiempo, y lugar de mortalidad representa un cierto estado de la inmortal gloria. Sola ella guarda la costumbre de aquella ciudad soberana, en la cual no se casan, ni son casados: presentando en algún modo a la tierra ya una experiencia de aquella vida celeste. Este frágil vaso, que llevamos en nosotros por ahora, en el cual también peligramos con tanta frecuencia, le guarda la castidad (como dice el Apóstol) para la santificación, y a manera de un bálsamo odorífero, con que ungidos los cadáveres se conservan incorruptos. Ella templa, y reprime los sentidos, y los miembros, para que no se disuelvan en el ocio, para que no se corrompan en los deseos, para que no se pudran en los deleites de la carne; al modo que se lee de algunos que se pudrieron como los jumentos en su estiércol. Este ornamento pues de tan grande belleza, diré yo, que honra dignamente al sacerdocio, porque hace al sacerdote amable a Dios, y a los hombres; como cuya memoria está puesta no en la sucesión carnal, sino en la bendición espiritual y le hace semejante en la gloria de los Santos, aunque todavía está colocado en la región de la desemejanza.
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