APOLOGÍA DE LOS DESASTRES DE TIERRA SANTA
Capítulo 1
No me he olvidado de la promesa que te hice, santísimo papa Eugenio. Hace ya tiempo que me siento deudor tuyo y deseo satisfacerte, aunque sea tarde. Me avergonzaría de esta demora si tuviera que reprocharme por ello de incuria o desconsideración para contigo. Pero no es así. Como bien sabes, han sucedido recientemente tales desastres, que llegué a pensar que podían acabar con todas mis aficiones y hasta con mi vida. Como si el Señor, irritado nuestros pecados y olvidándose de su misericordia, hubiera determinado juzgar con todo su rigor al universo entero antes del día prefijado.
No perdono a su pueblo ni a su santo nombre. Porque ¿no dicen ahora los gentiles, dónde está su Dios? Y no es de extrañar que lo digan. Los hijos de la Iglesia, los que se gloriaban de ser cristianos, yacen abatidos en pleno desierto, muertos a espada o devorados por el hambre. Arrojó el desprecio sobre los príncipes, los descarrió por una soledad inmensa y sin caminos. Quebranto y calamidad hallaron a su paso. Pavor, abatimiento y confusión hasta en la alcoba del rey. ¡Qué vergüenza para los que anuncian la paz y para los encargados de traer buenas noticias! Pregonamos paz cuando no había paz; prometimos bienestar y nos vino encima el caos; como si con nuestros proyectos hubiéramos incurrido en temeraria ligereza. Me di de lleno a la obra, y no precisamente al azar, sino porque tú mismo me lo mandaste, como si Dios me hablara por tu boca.
¿Por qué ayunamos y no nos hizo caso? ¿Por qué nos mortificamos y ni se enteró? Y a pesar de ello no se aclara su ira, sigue extendida su mano. En cambio, con toda su paciencia escucha encima los gritos sacrílegos y blasfemos de estos otros egipcios, que siguen diciendo: con mala intención los sacó para hacerlos morir en el desierto. Pero, a pesar de todo, ¿quién puede ignorar que su justicia es perfecta? Es un abismo tan hondo esta justicia, que con toda razón puedo tener por un santo a quien no se escandalice del Señor.
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