Pecó la tribu de Benjamín, y se aprestan las demás tribus a castigarla con la anuencia de Dios. Incluso él mismo designó al jefe que debía dirigir la batalla. Trábase el combate, confiados en que su ejército es mejor, en que su causa es más noble y, sobre todo, en que Dios está con ellos. Pero ¡qué terrible es Dios en sus designios con los hombres! Huyeron ante los malvados, los que iban a vengarse de la maldad y, siendo mucho más numerosos, cedieron ante un enemigo mucho más reducido. Recurren luego al Señor, y el Señor les dice: Volved. Van otra vez, y de nuevo son desbaratados y vencidos. Primero contaron con el favor de Dios. Ahora con su orden expresa. Se enfrentan en una batalla justa, y los justos sucumben dos veces. Fueron inferiores en la lucha, pero se hicieron más fuertes en la fe.
¿Te imaginas lo que harían conmigo, en las actuales circunstancias, si otra vez por mi predicación volvieran los nuestros a la guerra y fueran también vencidos? ¿Crees que me escucharían si les exhortara a que por tercera vez repitieran el viaje y acometieran una hazaña en la que ya habían fracasado por dos veces. Pues ahí tienes a los israelitas que, sin tener en cuenta su repetido desastre, obedecen por tercera vez y vencen. Pero nuestros hombres dirían: ¿Y qué señal realizas tú para que viéndolo creamos? ¿Cuál es tu obra? No estaría bien que yo mismo lo contestase: no me lo permite mi pudor. Respóndeles tú en mi lugar y por ti mismo, conforme a lo que has visto y oído, o mejor, según lo que Dios te inspire.
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