Si eres discípulo de Cristo, deberías consumirte en celo y levantarte con toda tu autoridad contra semejante corrupción universal de la desvergüenza. Contempla al Maestro y escúchale: El que quiera servirme, que me siga. Y no predispone sus oídos para que le escuchen, sino que se hace un látigo para golpearlos. No pronuncia discursos ni los admite. No se sienta en el tribunal; sin más, los azota. Y no oculta el motivo: han convertido la casa de oración en una lonja de contrataciones. Haz tú lo mismo. Huyan avergonzados de tu presencia esos traficantes. Y cuando no sea posible, que al menos le teman; tú también tienes tu azote. Tiemblen los banqueros que confían en el oro, porque nada pueden esperar de ti; que escondan su dinero de tu vista, pues saben que prefieres tirarlo antes que recibirlo.
Si obras así, con tenacidad y empeño, ganarás a muchos, consiguiendo que trabajen para vivir valiéndose de medios más honestos que el lucro infame; y los demás ni se atreverán a concebir semejantes negocios.
Por añadidura, podrás disponer mejor de tus tiempos de ocio, como antes te lo indicaba. Porque así encontrarás muchos momentos libres para dedicarlos a la consideración. Y obrarías con toda honestidad, si fueras capaz de no conceder siquiera audiencias para asuntos de pleitos, remitiéndolos a otras personas y resolviendo los que juzgues dignos de tu intervención con un informe previo que sea breve, fiel y apropiado a la causa.
Te hablaba de la consideración; y pienso extenderme más, aunque lo haré en otro libro, para acabar ya con éste, no sea que te resulte doblemente pesado por su excesiva tensión y por la aspereza de mi estilo.
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