CAPÍTULO XXI
En la conciencia de cada uno se debe colocar la alabanza y gloria verdadera pero no sin temor porque Dios es escudriñador y juez de los corazones.
Es la conciencia un vaso sano y firmísimo, muy a propósito para guardar los secretos. No está expuesto a asechanzas algunas, a los ojos y manos de todos, exceptuando sólo el Espíritu, que escudriña también las cosas altas de Dios. Cualquier cosa que en ella pusiere, estoy seguro que no la perderá. Ella me la guardará estando yo vivo y me la restituirá cuando estuviere difunto. Porque a donde quiera que fuere yo, va ella conmigo, llevando consigo el depósito que recibo para guardar. Está presente cuando yo vivo y me seguirá igualmente cuando estuviere muerto. En todas partes es inseparable de mi la gloria o la confusión según la calidad del depósito. Bienaventurados los que pueden decir con verdad: nuestra gloria es el testimonio de nuestra conciencia. No lo puede decir sino el humilde, según el proverbio vulgar acostumbra temer los ojos del campo, y tiene por sospechosos los oídos de las selvas. Es bienaventurado el hombre que está siempre temeroso. No puede decir esto el arrogante y presuntuoso, que ostentándose con descaro a si mismo, frecuentemente y en todas partes, como quien anda por un campo, anhela con ansia la gloria y aún se gloria cuando ha obrado mal y se regocija en las cosas pésimas. Juzga que no le ven, porque tiene más que le imiten que quienes le reprendan, siendo él ciego y guía de los ciegos. Pero tiene este campo sin duda ojos, que son los de los Ángeles Santos a quienes suele ofender siempre la vida desarreglada. No dirá nunca el hipócrita: mi gloria es el testimonio de mi conciencia, porque aunque burle la opinión de los que juzgan por lo exterior, en sus palabras, semblante y apariencia disimulada, pero no puede evitar y evadir el juicio del que escudriña las entrañas y los corazones pues a Dios nadie le puede burlar.
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