CAPÍTULO XXVI
En las cosas terrenas no hay saciedad alguna que no esté junta con el fastidio: los deseos de lo celestial crecen siempre con la experiencia y ejercicio de la virtud.
En la puerta de este paraíso se escucha la voz del divino susurro, el sacratísimo y el secretísimo consejo, que escondido de los sabios y prudentes, se rebela a los pequeñuelos. De cuya voz, a la verdad, no sólo ya penetra la razón sobre el sentido, sino que con mucho agrado se le comunica a la voluntad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Consejo altísimo, ciertamente, misterio inestimable. Palabra fiel y digna de todo aprecio, que nos vino del cielo desde las reales sillas. Sobrevino una hambruna muy fuerte en la tierra y no sólo comenzamos a tener necesidad, sino que nos vimos reducidos a la última miseria. En fin, fuimos comparados a las bestias irracionales. Nos hicimos semejantes a ellas: aún deseamos con hambre insaciable, la despreciable comida de los puercos. El que ama al dinero, no se sacia. El que ama la lujuria no se sacia. El que busca gloria, no se sacia. Finalmente, el que ama al mundo no se sacia nunca. Conozco yo hombres saciados de este mundo y que toda memoria suya les provoca náuseas. Los conozco saciados de dinero, saciados de honores, saciados de deleites y curiosidades de este mundo y no medianamente sino hasta tener fastidio. Es fácil a cada uno de nosotros alcanzar, por la gracia de Dios, la saciedad, ya que no es producto de la abundancia de las cosas sino del desprecio. Así, insensatos hijos de Adán, comiendo con voracidad el vil manjar de los puercos, no las almas hambrientas, sino el hambre misma de las almas sustentáis. Sólo con este manjar se nutre vuestra miseria y sólo el hambre se sustenta con un alimento, que no es natural. Lo diré más claramente con un ejemplo, tomándole de una de las muchas cosas que la vanidad humana codicia. Primero se saciarán los cuerpos por el aire, que los corazones humanos con el oro. Ni se enoje el avaro; la misma sentencia comprende a los ambiciosos y lujuriosos; también a los facinerosos. Si acaso alguno no me cree a mi, crea a la experiencia, ya sea propia o de muchos.
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