CAPÍTULO XXII
Tema este también el oído del bosque. Aunque la mano y la lengua estén quietas, con todo eso desde cualquiera selva de su enmarañada doblez, y espinosa astucia habla el corazón de quien calla, y descansa al oído que está en todas partes presente, y el pensamiento le confiesa. Es torcido el corazón del hombre, e inexcrutable, de manera, que nadie sabe lo que hay en el hombre, sino el espíritu del hombre que está en él; y ni aún éste plenamente. Porque, diciendo el Apóstol: para mi es de muy poco momento el ser juzgado de vosotros, o por cualquiera hombre que sea añadió: pero ni yo mismo me atrevo a juzgarme. ¿Por qué? Porque no puedo, dice, aun yo mismo pronunciar una sentencia fija acerca de mi. Pues aunque mi conciencia no me reprende nada, no por eso estoy justificando. No me fío del todo en mi misma conciencia, pues que ni ella me puede comprender a mi en todo. Ni puede juzgar del todo, el que no lo oye todo, El que me juzga, pues, es el Señor, El Señor, dice, a cuya ciencia no se puede esconder, y cuya sentencia no puede declinar, aún aquello que se oculta a la propia conciencia. Oye Dios en el corazón del que piensa lo que no oye aún el mismo que piensa. Estaba cerca la oreja del Profeta, ausente de la boca del que pedía furtivamente el dinero: y yo pensando aún en lo más oculto, dañar o al prójimo inicuamente, o torpemente a mi mismo, ¿no temeré aquel oído que de ninguna parte está ausente? Tremendo oído enteramente y digno de reverencia, para el cual ni el ocio cesa ni el silencio calla. Finalmente dice: quitad lo malo de vuestros pensamientos de mis ojos, pero ¿qué da a entender en decir de mis ojos? ¿Pues que no solamente oye Dios sino que ve también nuestros arcanos? ¿Qué ojos serán estos que miran los mismos pensamientos? No tienen los pensamientos color para verse, como ni sonido para oírse. Suelen sentirse del que piensa, pero no pueden oírse de quien escucha, ni verse de quien mira. Con todo eso, justamente el Señor sabe los pensamientos de los hombres que son vanos. Porque ¿cómo los ignoraría cuando los oye y los ve? A estos dos sentidos, esto es a la vista y al oído, nadie juzga que se debe negar la fe. Esto decimos nosotros constantemente, que sabemos que hemos visto y oído. Así, con razón, no tenía necesidad el Señor Jesús de que alguno le diera testimonio del hombre. ¿Que estáis pensando cosas malas, dice, en vuestros corazones? No respondía a las palabras sino a los pensamientos. Oía a los que no hablaban, veía lo que no aparecía.
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