Capítulo 55
Del mismo modo, si aconteciera, lo que Dios no permita, que alguno de nuestros hermanos muriese, no en el cuerpo, sino en el alma, mientras todavía está entre nosotros, yo pecador, con mis oraciones y las de todos los hermanos, importunaría una y otra vez al Salvador. Si reviviera, habríamos ganado al hermano. Pero si no merecemos ser escuchados, al no poder soportarnos mutuamente los vivos y los muertos, enterraremos al difunto. Pero yo le seguiré llorando entrañablemente, aunque ya no rezaré con plena confianza. No me atreveré a decir en alta voz: "Ven, Señor, y resucita a nuestro muerto". Temblando, con el corazón en vilo, no cesaré de exclamar interiormente: "Tal vez el Señor atienda el deseo de los humildes y su oído escuche los anhelos del corazón". Y aquello otro: ¿Harás tú maravillas con los muertos? ¿Se alzarán las sombras para darte gracias? Y sobre el que lleva cuatro días encerrado: ¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia o tu fidelidad en el reino de la muerte? Mientras tanto, el Salvador, si quiere, puede repentina e inesperadamente hacérsenos encontradizo y conmoverse, no por las oraciones, sino por las lágrimas de los que llevan al difunto; y, por fin, devolverle la vida; o si ya está sepultado, llamarle de entre los muertos.
He llamado muerto a aquel que, excusando sus pecados, ha incurrido ya en el octavo grado. En efecto, un muerto, puesto que no existe, es incapaz de confesar sus pecados. Quien traspasa el umbral del décimo grado de soberbia, que es el tercero comenzando a contar por el octavo, se le expulsa de la fraternidad del monasterio y se le saca a enterrar en el sepulcro de la libertad de pecar. Después de pasar el cuarto, contando siempre a partir del octavo, se es ya cadáver de cuatro días; y al incurrir en el quinto por la costumbre de pecar, se le entierra.
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