Capítulo 27
Dichoso quien ha merecido llegar hasta el cuarto grado, en el que el hombre sólo se ama a sí mismo por Dios: Tu Justicia es como los montes de Dios. Este amor es un monte elevado, un monte excelso. En verdad: Monte macizo e inagotable. ¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién me diera alas como de paloma, y volaría a un lugar de reposo? Tiene su tabernáculo en la paz, y su morada en Sión. ¡Ay de mí, que se ha prolongado mi destierro! ¿Puede conseguir esto la carne y la sangre, el vaso de barro y la morada terrena? ¿Cuándo experimentará el alma un amor divino tan grande y embriagador que, olvidada de sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin reservas a Dios y, uniéndose al Señor, sea un espíritu con él, y diga: Desfallece mi carne y mi corazón, Dios de mi vida y mi herencia para siempre? Dichoso, repito, y santo quien ha tenido semejante experiencia en esta vida mortal. Aunque haya sido muy pocas veces, o una sola vez, y ésta de modo misterioso y tan breve como un relámpago. Perderse, en cierto modo, a sí mismo, como si ya uno no existiera, no sentirse en absoluto, aniquilarse y anonadarse, es más propio de la vida celeste que de la condición humana. Y si se le concede esto a un hombre alguna vez y por un instante, como hemos dicho, pronto le envidia este siglo perverso, le turban los negocios mundanos, le abate el cuerpo mortal, le reclaman las necesidades de la carne, se lamenta la debilidad natural. Y lo que es más violento le reclama la caridad fraterna. ¡Ay! Tiene que volver en sí, atender a sus propias miserias y gritar desconsolado: Señor, padezco violencia, responde por mí. Y aquello: ;Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?
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