Si la Escritura dice que Dios lo hizo todo para sí mismo, llegará un momento en que la criatura esté plenamente conforme y concorde con su Hacedor. Es menester, pues, que participemos en sus mismos sentimientos. Y si Dios todo lo quiso para él, procuremos también de nuestra parte que tanto nosotros como todo lo nuestro sea para él, es decir, para su voluntad. Que nuestro gozo no consista en haber acallado nuestra necesidad ni en haber apagado la sed de la felicidad. Que nuestro gozo sea su misma voluntad realizada en nosotros y por nosotros. Cada día le pedimos en la oración: Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulce y suave afecto! ;Oh pura y limpia intención de la voluntad! Tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de lo suyo propio; y tanto más suave y dulce cuanto más divino es lo que se siente. Amar así es estar ya divinizado. Como la gotita de agua caída en el vino pierde su naturaleza y toma el color y el sabor del vino; como el hierro candente y al rojo parece tocarse en fuego vivo olvidado de su propia y nuestra naturaleza; o como el aire, bañado en los rayos del sol, se transforma en luz, y más que iluminado parece ser él mismo luz. Así les sucede a los santos. Todos los afectos humanos se funden de modo inefable, y se confunden con la voluntad de Dios. ¿Sería Dios todo en todos si quedase todavía algo del hombre en el hombre? Permanecerá, sin duda, la sustancia; pero en otra forma, en otra gloria, en otro poder.
¿Cuándo será esto? ¿Quién lo verá? ¿Quién lo poseerá? ¿Cuándo vendré y veré el rostro de Dios? Señor, Dios mío, mi corazón te dice: mi rostro te busca a ti. Señor, busco tu rostro.¿Cuándo contemplaré tu santuario?
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