Capítulo 5
¿O tenéis que pensar mal de mí por el mero hecho de ser monje en otra Orden? Pues por esa misma razón todos los que vivís según observancias distintas a las nuestras estáis lacerando también a nuestra Orden. Y, por lo mismo, tendríamos que creer que continentes y cónyuges se enfrentan mutuamente porque, al cumplir leyes distintas en el seno de la Iglesia, profesan estados de vida distintos. O habría que decir que monjes y clérigos regulares se desacreditan entre sí sólo porque les separan sus observancias correspondientes. E incluso deberíamos suponer que Noé, Daniel y Job no podrán convivir juntos en un mismo reino, pues sabemos que llegaron a él por caminos muy distintos. En fin, que en el caso de Marta y María, o las dos o una de las dos necesariamente tuvieron que desagradar al Señor Salvador, pues ambas pretendieron complacerle sirviéndole de forma tan distinta. Con estos argumentos tendríamos que pensar que ni la Iglesia podría gozar de paz y concordia por la gran variedad de Ordenes tan distintas que la cortejan, como a aquella reina del salmo vestida de perlas y brocados.
Efectivamente, sería imposible vivir en ella con una paz tranquila, ni encontrar un estado de vida seguro, si cuantos se deciden por una Orden desprecian a todos los que viven en otra cualquiera o sospechan que son despreciados por las demás. Sólo cabría una solución imposible: que una misma persona entrara en todas las Ordenes o todos fueran a una misma Orden.
Mas no soy tan corto como para no reconocer la túnica de José; no la del que libró a Egipto, sino la del que salvó al mundo; y no del hambre corporal, sino de la muerte material y espiritual. Porque se la reconoce desde muy lejos. Está tejida de hilos muy distintos por su color, y su preciosa variedad la hace inconfundible. Además viene teñida de sangre; no de cabrito, que simboliza el pecado, sino de cordero, que representa la inocencia. Y la sangre es suya, no ajena. Se trata del mansísimo Cordero, que enmudece no ante el esquilador, sino ante el verdugo. El no cometió pecado, pero arrancó los pecados del mundo.
Recordáis cómo enviaron emisarios a Jacob para decirle: Esto hemos encontrado. Mira a ver si es la túnica de tu hijo. Mira tú también, Señor, si ésta es la túnica de tu Hijo predilecto. Reconoce, Padre todopoderoso, la túnica de tantos colores que tejiste para tu Cristo, haciendo a unos apóstoles. a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros, con otras muchas riquezas que acumulaste en sus preciosos atavíos para perfección consumada de los santos, hasta llegar a la edad adulta, a la medida de madurez de la plenitud de Cristo. Dígnate también, Dios mío, reconocer la púrpura que salpicó su preciosísima sangre con la que fue empapada, y admira en esta púrpura la noble señal y la impronta más victoriosa de la obediencia. ¿Por qué están rojos tus vestidos? Es que yo solo he pisado el lagar, y de otros pueblos nadie me ha ayudado.
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