2. Siempre tiene su valor delante del Señor la muerte de sus santos, tanto si mueren en el lecho como en el campo de batalla. Pero morir en la guerra vale mucho más, porque también es mayor la gloria que implica. ¡Qué seguro se vive con una conciencia tranquila! Sí; ¡qué serenidad se tiene cuando se espera la muerte sin miedo e incluso se la desea con amor y es acogida con devoción! Santa de verdad y de toda garantía es esta milicia, porque está exenta del doble peligro que amenaza casi siempre a la condición humana, cuando Ya causa que defiende una milicia no es la pura defensa de Cristo.
Cuantas veces entras en combate, tú que militas en las filas de un ejército exclusivamente secular, deberían espantarte dos cosas: matar al enemigo corporalmente y matarte a ti mismo espiritualmente, o que él pueda matarte a ti en cuerpo y alma. Porque la derrota o victoria del cristiano no se mide por la suerte del combate, sino por los sentimientos del corazón. Si la causa de tu lucha es buena, no puede ser mala su victoria en la batalla; pero tampoco puede considerarse como un éxito su resultado final cuando su motivo no es recto ni justa su intención.
Si tú deseas matar al otro y él te mata a ti, mueres como si fueras un homicida. Si ganas la batalla, pero matas a alguien con el deseo de humillarle o de vengarte, seguirás viviendo, pero quedas como un homicida, y ni muerto ni vivo, ni vencedor ni vencido, merece la pena ser un homicida. Mezquina victoria la que, para vencer a otro hombre, te exige que sucumbas antes frente a una inmoralidad; porque si te ha vencido la soberbia o la ira, tontamente te ufanas de haber vencido a un hombre. Puede ser que haya que matar a otro por pura autodefensa, no por el ansia de vengarse ni por la arrogancia del triunfo. Pero yo diría que ni en ese caso sería perfecta la victoria, pues entre dos males, es preferible morir corporalmente y no espiritualmente. No porque maten al cuerpo muere también el alma: sólo el alma que peca moriirá.
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