¡Ah, Eugenio! ¡Qué bien se está aquí! ¡Y qué será cuando nos hayamos adentrado de lleno en la realidad hacia la cual sólo hemos dado los primeros pasos! Sí. Vamos avanzando algo en el espíritu, pero no con todo el espíritu, sino con una parte y muy insignificante. Porque nuestros afectos yacen abatidos por el peso del cuerpo y nuestros deseos apegados al fango; por ahora únicamente puede elevarse un poco nuestra consideración, aún árida y tenue. Mas a pesar de esta insignificancia que se nos da, podemos ya exclamar con alegría en el Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria. Sería maravilloso que el alma pudiera recogerse toda entera en si misma, reunir junto a sí todos los afectos desparramados que la traen cautiva, con sus temores infundados y sus amores pecaminosos, afligiéndose sin motivo y alegrándose vanamente, para lanzarse libre de una vez y volar con todo el ímpetu de su espíritu, bañándose en el caudal de la gracia.
Cuando empiece a vagar entre las luminosas mansiones del cielo, escrutando detenidamente el seno de Abrahán, y encontrar bajo su altar, sea el que fuere, las almas de los mártires, esas que aguardan pacientemente a ser revestidas de su segunda estola. Entonces no podrá contenerse sin exclamar con el ardor del profeta: Una cosa pido al Señor, eso buscaré, habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, contemplar la belleza del Señor examinando su templo. ¿Cómo no ver allí el corazón mismo de Dios? ¿Cómo no experimentar allí que la voluntad divina es amable, buena y perfecta? Buena en sí misma, amable por sus obras y perfecta para los que, por ser perfectos, nada buscan sino complacerle. Están patentes allí su entrañable misericordia, sus designios de paz, sus tesoros de salvación, sus misterios de amor, sus secretos de benignidad que, impenetrables para los mortales, se mantienen velados aun para los mismos elegidos. Lo cual no deja de ser providencial, pues así le temerán siempre mientras no sean capaces de amarle dignamente.
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