Todas estas perfecciones se las dio a estos espíritus su creador, el mismo y único espíritu que reparte a cada uno en particular lo que a él le parece. Todo eso hizo en ellos y les concedió que ellos también lo hicieran, pero de distinta manera. Así, los serafines arden, pero en el fuego de Dios, o mejor dicho, en un fuego que es el mismo Dios. Su principal atributo es amar, pero no tanto como Dios ni del mismo modo. Brillan los querubines y descuellan por su saber, pero no porque sean la Verdad ni la posean en tan alto grado, sino porque participan de ella. Están sentados los tronos, pero por gracia del que sobre ellos se sienta. Juzgan también con él con suma tranquilidad, pero no con la misma paz del que todo lo pacifica, paz que supera todo razonar. Dominan las dominaciones, pero son dominadas por el Señor, a quien también le sirven. No es posible compararlo con el supremo, sempiterno y único dominio de Dios. Presiden y gobiernan los principados, pero a su vez son gobernados, de modo que no sabrían gobernar si dejasen de ser gobernados.
En las potestades sobresale su fortaleza, pero aquel a quien se la deben es mucho más fuerte y de otra manera, porque Dios no es fuerte, es la Fortaleza. Las virtudes, de acuerdo con su función, pueden despertar a los hombres de su entorpecimiento espiritual, exhibiendo portentos en la naturaleza; pero quien los realiza es el poder que mora en ellos, en comparación del cual no poseen ninguno. Tan grande es la diferencia, que el profeta dice de él en singular: Sólo él hizo grandes maravillas. Y en otro lugar añade: El es el único que obra grandes maravillas. Los ángeles y los arcángeles están junto a nosotros, pero Dios, que no sólo está cerca, sino dentro de nosotros, se nos muestra mucho más fraternal.
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