Si me dices que un ángel puede vivir en nuestro interior, no lo negaré, porque recuerdo que está escrito: y el ángel que en mí hablaba. Pero aquí debemos hacer algunas distinciones. El ángel está en nosotros sugiriéndonos el bien, no haciéndolo. Está exhortándonos al bien, no creándolo. Por el contrario, Dios está dentro de nosotros, de tal modo que afecta al alma, le infunde el bien o, mejor, él mismo se difunde en ella y la hace partícipe de sí mismo. Por eso alguien pudo decir sin miedo que se hace un solo espíritu con el nuestro, no una sola persona o sustancia. Más exactamente: el que está unido al Señor es un espíritu con él. Por tanto, el ángel está con el alma; Dios está en el alma. El ángel está como un invitado del alma, pero Dios como vida. El alma ve por los ojos, oye por los oídos, huele por el olfato, gusta por el paladar y toca con todo su cuerpo. Así, Dios ejecuta diversas operaciones por los espíritus. En unos se manifiesta como amor, en otros como conocimiento y en los demás realiza otras cosas; la manifestación del Espíritu se la da a cada uno para el bien común.
¿Quién es ese Señor que tantas veces lo tenemos en los labios y tan lejos de nuestra realidad? ¿Cómo es posible que hablemos de él incesantemente, oculto en su majestad, se escape siempre a nuestros ojos e incluso a nuestros afectos? Escucha lo que él mismo dice a los hombres: como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes más que vuestros planes. Se dice que amamos, y también Dios; y así muchas otras cosas. Pero Dios ama como amor que es; conoce en cuanto que es la verdad; juzga como justicia que es; domina como majestad suma, gobierna como principio universal, protege como salvación, obra como poder, revela como luz, asiste coma piedad que es. Todo esto lo hacen también los ángeles y nosotros; pero de manera muy imperfecta, es decir, no por el bien que somos, sino por la bondad de la que participamos.
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