Esta misma frase la tuvo en cuenta el que escribía: Vi bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia. Yo creo que lo dijo pensando en la semejanza entre las dos ciudades. Así como los serafines y querubines y los demás órdenes celestiales, hasta los arcángeles y los ángeles, están subordinados a un solo Señor que es Dios, también en la tierra primados y patriarcas, arzobispos y obispos, abades y presbíteros y todos los demás están bajo un único sumo pontífice. No debemos subestimar un orden dispuesto por Dios mismo y que tiene su origen en el cielo. Si un obispo dijera: No quiero estar bajo el arzobispo, o un abad: No quiero obedecer al obispo, tenga por seguro que sus sentimientos no vienen del cielo. A menos que tengas noticias de algún ángel insumiso a los arcángeles o de cualquier otro espíritu celestial, que sólo se somete a Dios.
Entonces -me dirás-, ¿me prohíbes conceder dispensas? No. Te prohíbo que lo hagas destruyendo el orden. No puedo ignorar que tienes poder para establecer dispensas, pero que sirvan para edificar, no para destruir. Lo que al fin y al cabo se pide a los encargados es que sean de fiar. Cuando lo exige una necesidad, está justificada la dispensa. Si lo requiere la utilidad es hasta encomiable. Me refiero a la utilidad común; no a la propia. Si no concurren estas circunstancias, no se puede hablar de dispensas legítimas, sino de una cruel destrucción. Todos sabemos que algunos monasterios enclavados en diversas diócesis, por voluntad de sus fundadores, pertenecen desde sus orígenes de manera especial a la Santa Sede. Pero una cosa es lo que se funda por devoción y otra muy distinta lo que maquinan los ambiciosos por no soportar la sumisión. Y con esto concluimos el tema.
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